En la orilla el agua cubre pequeñas plantas que, sin ser acuáticas, están completamente sumergidas. Mirándolas con atención resultan ser geranios silvestres florecidos. Es curioso pero el agua no les afecta. Ni siquiera parece tocar los delicados pétalos rojos de las florecitas.
Me decido a levantar un poco la mirada. Veo en la lejanía un cielo gris plomizo fundido con el oscurísimo azul del agua. No hay horizonte, solo una masa confusa. Y ahora ya comprendo lo que ha sucedido y lo que sucederá.
*****
No sé cómo llegué hasta aquí. Me encontré empapada, descalza y sola en mitad de este paraje extraño. Todo a mi alrededor era hermoso y terrible. Me abrumaron los verdes intensos de la vegetación, que casi herían los ojos. Las piedras, llenas de aristas y puntas, se me clavaron en los pies. Los insectos zumbaban y chirriaban atronadores. Sin embargo, al mismo tiempo, todo era bellísimo, aterradoramente bello y peligroso. Creo que por eso, enseguida, dejé de ocuparme del dolor.
Empecé a explorar. Era todo nuevo y, a la vez, conocido. Cada árbol me recordaba a otro, los cantos de los pájaros me resultaban familiares, pero en verdad no conocía nada de lo que me rodeaba.
Por fin entré en una zona más despejada. Allí comenzaba una especie de pista pedregosa. A lo lejos un coche viejo y polvoriento estaba parado, como si lo hubieran abandonado hace mucho tiempo. Me acerqué y vi que dentro había un hombre dormido. No era ni guapo ni feo, ni joven ni viejo. Su ropa era tan anodina como él mismo. Parecía que le faltaba color y vida, aunque solo fuera por el contraste con la abrumadora naturaleza que nos rodeaba. Me parece que él debió de pensar lo mismo de mí cuando se despertó, porque me miró con cara de absoluta indiferencia, como si yo no fuese más que una mota de polvo en el parabrisas. No cruzamos una sola palabra. Éramos dos personas en un mundo extraño y extrañas entre sí. Como si compartiéramos el espacio en dimensiones diferentes e inaccesibles.
Sin más, me alejé unos pasos y él arrancó el coche. Mientras lo miraba alejarse por la pista de piedras y polvo, se me figuró un retrato en sepia tratando de huir hacia el pasado. Supe que le sería imposible. Por mucho que quisiera, ese hombre descolorido no tenía adónde ir. No había más camino.
Yo también tenía que marcharme a algún sitio. ¿Hacer algo? ¿Buscar algo? Seguía confusa, aunque tras este encuentro se había abierto una pequeña fisura por la que entraba una pobre luz en mi entendimiento.
Seguí caminando con los pies doloridos por las piedras y los brazos arañados por las zarzas, pero sin prestar atención al dolor, obnubilada por todas las formas colores y ruidos que me penetraban.
Y llegué por fin a una zona selvática. Entre una tupida vegetación se abría una gran charca de agua lodosa. Frente a mí, en la otra orilla, vi a una mujer con pantalón corto y melena morena, caminando resuelta muy cerca del borde. Ponía poco cuidado en su marcha, teniendo en cuenta que era fácil caerse al agua. Efectivamente, en un momento dio un traspiés y se precipitó dentro de las cenagosas aguas. Gritaba aterrada y dolorida mientras se agitaba intentando salir, pero la orilla estaba alta y escurridiza. Por fin, con gran esfuerzo, jadeando y llorando logró encaramarse de nuevo a la tierra, aunque para ella ya nada sería igual, porque las pirañas la habían mutilado. Le faltaban trozos de carne en las piernas y aún llevaba enganchados algunos de esos bichos negruzcos y repugnantes. La vi marcharse, desaparecer entre la maleza, con la seguridad de que, como el hombre de color sepia, tampoco tenía adónde ir ni medios para llegar a ninguna parte.
Me fui de allí sin haber hecho nada por aquella mujer y sin haber cruzado con ella ni una mirada. Como con el hombre descolorido, tenía la impresión de estar compartiendo un espacio y un tiempo, pero otra vez en dimensiones distintas. Tal vez fuésemos como líneas curvas que se encuentran en un punto y que, apenas se tocan, se distancian en el infinito.
No obstante, El sufrimiento de aquella mujer de algún modo llegó a alcanzarme en el centro del pecho y abrió de golpe esa fisura de mi entendimiento, convirtiéndola en una enorme grieta por la que ya cabía un chorro de luz clara. Así me di cuenta de lo que sucedía: yo estaba viviendo. Esta cosa extraña era existir.
Entonces volví a caminar, consciente de todo, habitando todo el espacio y todas las formas, sensible al dolor, al aroma, al zumbido, al brillo de las hojas…
******
…Y ahora ya estoy aquí, en la orilla, atenta a estos misteriosos geranios sumergidos en el agua y en el silencio.
Acabo de comprender la verdad: la vida es solo esto: la tierra emerge un momento desde lo más profundo de las aguas, para que la habites un instante y luego vuelve a sumergirse sin ruido.
Pero yo decido que no voy a esperar. ¿Para qué? Esa masa profundamente oscura me envolverá tarde o temprano. Los geranios silvestres están felices y serenos ahí debajo y yo también lo estaré.
Rompes un hilo. Sueltas un dobladillo y se despliega el bajo de una vieja cortina, acortada años antes para adaptarla a otra ventana más pequeña.
Hoy hay que alargarla de nuevo, por eso rompes ese hilo con mucho cuidado. Y, sin saber cómo, del dobladillo empieza a desprenderse poco a poco, puntada rota a puntada rota, un polvillo de nostalgia que te envuelve como una bruma con aroma a jabón barato y a tortilla a la francesa.
Este hilo tan fino, cosido con tanto amor y tanto cuidado, durante años ha sido el dique que contenía el desamparo de la orfandad, del anhelo inútil de las manos de la madre que tanto hicieron sin que se notase siquiera.
¿Habrá algún hilo capaz de hilvanar el desgarrón de su ausencia?
No.
Nadie puede coser al presente el tacto de sus manos y la dulzura de sus mejillas, como melocotoncitos tersos, ni bordarle al hoy con abalorios y lentejuelas su sonrisa tímida y su voz dulce y templada.
Estas manos que escriben, cada día se van transformando más en las suyas. Imitan sus movimientos y se disfrazan con su forma. Pero, en lugar de coser, descosen y dejan caer el dobladillo tan lánguidamente como una lágrima tímida.
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Heraldos verdes
***
Entre cenizas,
miles de heraldos verdes,
puños cerrados,
que se irán desplegando…
¡Estandartes de paz!
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“El hecho extraño” y “Helecho extraño” eran los típicos ejemplos que ponían en clase cuando se hablaba de fonética sintáctica, allá en la noche de los tiempos, cuando yo estudiaba esas cosas. Estos días, caminando por las calcinadas laderas de Valdés, en Asturias, me acordaba de aquellos ejemplos, porque mira que son extraños los helechos y mira que es extraño y maravilloso su modo de sobreponerse al desastre de los incendios desaforados que los seres humanos provocan por mezquindad, avaricia e inconsciencia.
César Vallejo decía en su sobrecogedor poema “Los heraldos negros”, que hay golpes tan fuertes en la vida que son “como del odio de Dios” y además son “los heraldos negros que nos manda la muerte”.
Sin embargo, estos días en Asturias he vivido casi como milagroso el surgir desde la tierra calcinada otros heraldos: cientos de brotes de esos helechos extraños, erguidos buscando la luz y el sol, tan solo unos pocos días después del desastre, como un ejército de bastoncillos tiernos. Con sus puntas enrolladas sobre sí mismas, todavía emergiendo, Podrían parecer frágiles, pero no lo son porque tienen la fuerza de la resistencia al tiempo y a la muerte, que demuestran orgullosamente desenrollando sus hojas y mostrándolas como sus nuevos y brillantes estandartes de paz. Tras los incendios, estos son hoy en Asturias los heraldos verdes que nos manda la vida.
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(Por alusiones…)
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Hoy es Hinamatsuri, el Festival de las Muñecas.
El tercer día del tercer mes se celebra en Japón el día de las niñas. Se colocan cuidadosamente muñecas, a veces muy antiguas, heredadas generación tras generación, que reproducen personajes de la corte imperial.
Esta es una tradición muy antigua que procede de la era Heian. Por entonces las muñecas eran de factura efímera, hechas de papel. Se colocaban en barquitas iluminadas que se dejaban flotando en el río. Ellas se llevaban consigo todo lo malo, alejando su triste carga siguiendo la corriente.
En Hinamatsuri exponer las muñecas primorosamente da suerte a las niñas de la casa. Pero, eso sí, no hay que dilatar el tiempo de presentación de las muñecas porque, en ese caso, las pobres niñas no se casarán…
Claro, con la diferencia horaria, algunas en Madrid nos hemos enterado demasiado tarde y nos hemos quedado para vestir muñecas en Hinamatsuri. ¡Qué le vamos a hacer!
A esta fiesta también se la conoce como la de los melocotones, porque los altares donde se colocan las muñecas se decoran con flores de melocotonero, que se identifican con lo femenino.
De su belleza,
cuantas ramas floridas
mueren sin fruto.
Melocotones rojos,
sin planetas ni soles.
Mejillas de terciopelo y estallidos de líquida dulzura, que tantas veces se pierden antes siquiera de ser encontrados ni saboreados; porque la belleza es tan efímera y, tal vez, tan estéril.
En un solo segundo en el altar de la belleza se sacrifica la vida, se derrocha la energía. Y, cuidado, no se debe ni pensar si vale la pena hacerlo.
¿Saldrán volando
dos mariposas negras
de tu sonrisa?
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Se sonríe mucho y sin verdaderas ganas, seguramente por agradar, por evitar conflictos, por miedo al rechazo, por infinidad de temores absurdos y no tan absurdos. Se sonríe mucho y mal.
En los vértices de la sonrisa se esconden todas esas emociones que se quieren ocultar y que caerían vergonzosamente de la comisura de los labios delante de nuestros interlocutores, si no se les hicieran esos huecos profundos y oscuros donde resguardarse.
Este año me he propuesto sonreír menos, aceptar menos, ser menos diplomática y mantenerme lo más tranquila posible con los miedos, los odios, el silencio y todo aquello que me he acostumbrado a guardar cuidadosamente en las comisuras de mis labios curvados. No va a ser fácil, porque es casi toda la vida entrenándome para sonreírle a todo lo que no me gusta.
No obstante, mi propósito no es sonreír poco o mucho, sino hacerlo de verdad. Dejar de convertir ese gesto en una máscara de protección ante el mundo. Simular fortaleza o indiferencia cuando no se sienten realmente es un gran esfuerzo que, al final, reporta muy pocos beneficios.
Últimamente estoy releyendo “Los lugares que te asustan: convertir el miedo en fortaleza en tiempos difíciles” de Pema Chödron. Tal vez por la influencia de esta lectura uno de estos días visualicé claramente en esos rincones de la sonrisa utilitaria unos desvanes que creo que todos tenemos en mayor o menor medida. Adentrarse a solas sin máscara en esos “lugares amenazadores” que son nuestras emociones conflictivas, ya es difícil; pero me parece que lo es todavía más cuando nos enfrentamos con ello al juicio ajeno, a la aprobación o al rechazo, tan arbitrarios y tan cambiantes la mayoría de las veces. Dependemos mucho de la imagen que los demás nos devuelven de nosotros mismos. Sin embargo, reconocer esa dependencia, esa vulnerabilidad paradójicamente es una muestra de fortaleza real. Valorarnos sin menosprecio ni vanagloria requiere de mucha atención y mucha compasión.
En fin, será necesario mucho valor para afrontar a rostro descubierto lo que tenga que venir. Los “tiempos difíciles” de los que habla el subtítulo son muchos y están siempre entremezclados con los momentos de bonanza. Casi cada día hay un poco de todo y, por tanto, ocasiones para practicar. Mi propósito de este año de sonreír menos pero con más verdad va a ser un desafío del que ya veremos cómo salgo. No obstante, me parece que vale la pena explorar caminos para vivir con más sencillez y menos artificiosidad.
De momento, voy a seguir un rato más con la lectura, a ver si Pema Chödron me sigue inspirando. Seguro que sí.
Está lloviendo.
se aplastan las estrellas
contra el asfalto.
El nuevo año tiembla
mirando el horizonte.
“¿Cuál es mi sitio?”
Me preguntan las cosas
de vuelta a casa.
***
… Escribíamos ayer: ¡Por su obra la conoceréis!
Y es que han sido muchos meses sin escribir y sin componer ni un solo haiku. Marymer arquitecta y decoradora ha secuestrado a todas las demás marymeres sin posibilidad de rescate. ¡Hacerse una nueva madriguera no es cosa de poco!
Pero estos días las otras ya se van atreviendo a asomar la naricilla fuera del desván donde estaban escondidas. Pálidas y débiles dan pasos inseguros, como este titubeante haiku de hoy.
En fin, que en esta nueva casa andamos todavía un poco perdidas las cosas y yo. Pululamos por las habitaciones, trepamos por los armarios y nos sumergimos en los cajones en busca del nuevo rincón donde ovillarnos entre los calcetines o detrás de las sartenes.
Perpleja recorro mental y físicamente mi nuevo espacio donde cabe todo lo que tengo y más. Me pregunto en qué momento la carroza se convertirá en calabaza y los caballos en ratones, porque “esto no puede ser”. Se apodera de mí “el síndrome de la niña que dormía en la cama mueble del comedor” y empiezo a temer que se conjuren todos los inconvenientes posibles y que se aparezcan como brujas satánicas envidiosas y malvadas.
Sin embargo, a pesar de los temores, todo va tomando forma, color y aromas. Ya estoy aquí de nuevo. ¡Marymer bloguera ha sido liberada! Así que…como escribíamos ayer…
Restos de té
Sin ayer ni mañana.
¡Rompe la taza!
Desde muy joven me aficioné a distintos métodos para conocer el futuro: las tiradas de baraja española, de tarot, la lectura de las rayas de la mano y cualquier otra cosa que me hiciera sentir que controlaba la vida. ¡Qué ilusa! ¡Si hasta tengo bola de cristal!
Bueno, todos estos métodos también sirven para ver el pasado, para conectar lo que ha sucedido con lo que vendrá, pero a mí, la verdad, lo que ya ha ocurrido no me interesa demasiado. Como dice don Hilarión en “La verbena de la Paloma”: “¡Quién tuviera veinte abriles y lo pasao, pasao! ¡Y pa pasao yo!”
Pensándolo bien, es que servidora nunca ha sido de Historia. Cuando terminé COU e hice la dichosa Selectividad, había que decidirse y poner varias opciones de carreras que te interesaba cursar. En primer lugar coloqué Filología Hispánica y ahí me quedé. La segunda opción era Filosofía. De la tercera no me acuerdo, pero estoy segura de que no era Geografía e Historia, porque ninguna de esas dos insignes disciplinas me interesaba.
Pero me estoy liando y yéndome por algunos cerros pelados y pedregosos que no vienen al caso. Lo que quería contar es que el otro día, junto a una taza de té que había terminado hacía rato, sentí que yo era como esa misma taza, vacía de futuro y con restos de pasado. Me di cuenta de que en mis obsesiones siempre está el ansia por controlar lo que vendrá y el dejar fosilizarse lo que pasó.
Nunca he tenido ni idea de cómo se interpretan los restos del té en una taza, pero ya no me interesan los métodos de adivinación, porque, por mucho que se lean cartas o rayitas, he aprendido que la vida está fuera de control. Ahora lo que Sí que pretendo es aprender a cultivar la paciencia, que es una plantita muy delicada, y sacarle provecho a los instantes que se van sucediendo.
¡Qué pena esta lucha de estar siempre dándole vueltas a los recuerdos y a las preocupaciones de lo que vendrá! ¡Qué trajines tan vanos!
Tras todo esto Mi propósito no es romper mi taza favorita después de tomar el té, sino fregarla cuidadosamente para que ni el pasado ni el futuro se le queden pegados en su interior.
Noches de arena
¿Dónde han ido cayendo
tantos segundos?
El polvo de otro tiempo
entra por las ventanas,
duerme en el suelo
hasta quedar pegado
en cada paso
bajo los pies desnudos
camino del desvelo.
Doy vueltas sobre mí misma como los relojes de arena.
En estas tórridas noches de insomnio se deslizan los segundos irritantemente lentos. Los retazos del pasado se desintegran en un polvo fino, que se acumula rápidamente formando una montaña de futuro amenazante, terrible: ¿habrá tormentas y ventiscas?, ¿habrá corrimientos de tierra?, ¿caerán rayos sobre los árboles incendiándolo todo?, ¿las fieras saltarán sobre mi espalda desgarrándome la piel? Todo eso, y mucho más que no puedo ni imaginar, me está esperando agazapado en la terrible cordillera que se forma bajo mis párpados cerrados y despiertos.
Sin embargo, en unas pocas horas, ya de mañana, el tiempo vuelve a darse la vuelta y la montaña de la noche se va deshaciendo, cayendo mota a mota, transformada ahora en un polvo levísimo que se deposita inocentemente en el suelo de madera pulida.
Parece que ya no habrá ventiscas, ni fieras, ni rayos. ¿Pero seguro que no?…
No hay que fiarse del suave polvo que se pega en los pies desnudos. No hay que descuidarse porque esta noche, en la calurosa vigilia, volverá a reagruparse y elevarse en una inmensa e infranqueable cordillera, plagada de amenazas y peligros tan misteriosos y estremecedores como el propio tiempo.
Y, no obstante, ¿será todo en realidad un solo puñado de arena?…
¡Ay, gusanito,
En tu viejo capullo
Por devanar!
¿Te darán buen cobijo
Las hojas de morera?
Ya sé yo de sobra que los gusanitos no pueden refugiarse bajo las moreras cuando a los seres humanos se nos antojan sus capullos para convertirlos en preciosos tejidos de seda. Bueno, no solo eso, sino que en el proceso se les mata cruelmente cociéndolos o asándolos vivos, para que el hilo que forma el capullo quede intacto, antes de que la polilla pueda romperlo para abrirse paso a su nueva vida.
Es que los humanos somos así: vamos perdiendo capacidad de compadecimiento a medida que los seres sufrientes se nos parecen menos. En realidad es bastante comprensible, aunque, mirándolo bien, no es demasiado lógico ni racional. ¿Sufre menos un gato asado vivo que una oruga? Pues quién sabe. En principio supongo que el dolor será el mismo, pero de cómo será la conciencia de ese dolor sabemos tan poco… En realidad sabemos poquísimo de casi todo, aunque nos creamos lo contrario.
En el fondo tal vez sea que lo que verdaderamente nos importa a los seres vivos es nuestro propio dolor y nuestro propio sufrimiento, de ahí que a mayor distancia de nuestro ombligo menos importancia tiene la vida o la muerte, la crueldad o la benevolencia. Esto, claro está, también sucede entre los propios seres humanos, sin necesidad de pensar en otras especies. Por ejemplo, los refugiados que huyen de las guerras que hay por todo el mundo no son tratados del mismo modo si son de rasgos parecidos a sus solidarios huéspedes que si son más morenitos. En el segundo caso parece que la empatía y la hospitalidad se hacen un poquito más difíciles.
Pero esta polilla bobalicona en que me he convertido se ha ido revoloteando a trompicones para no mirar el capullo que está abandonando. ¿Cómo será vivir en la gran morera? ¿Qué pasará con el viejo capullo? ¿Se transformará en una preciosa tienda de seda?
¡Qué inquietantes son los cambios! Pero precisamente esa ruptura de la quietud es la que procura el movimiento. Y no hay que olvidar que, sin él, no hay vida.
Se me ocurre entonces que tal vez sea la Vida de este planeta en el que vivimos la que nos esté enviando estas tórridas temperaturas, para obligarnos a salir de nuestros capullos de plástico que la están asfixiando. Hemos sido y somos gusanitos tontos y soberbios, que pedimos perdón por ello, nos acusamos, pero seguimos igual, sintiéndonos como propietarios de la Tierra con derecho a todo. ¿Será necesario que nos cuezan o nos asen para aprovechar el inmenso valor de este planeta que no nos pertenece?
En fin, quizá aún quede esperanza… Leyendo el delicioso monogatari, “La dama que amaba los insectos”, a una le quedan ganas de seguir confiando en la naturaleza de las orugas y de las muchachitas respondonas. Esto es lo que les dice a sus padres la protagonista de este relato, que para más inri es del Japón del siglo XII, aunque en algún sentido parezca casi una “proto Greta Thunberg”:
«Me da igual. No me importa lo que piensen de mí los demás», Les respondía. «Todas las cosas tienen sentido solo cuando las estudias y ves el resultado. ¡Hay que ver qué pueriles son las ideas de la gente! ¡Son las orugas las que se convierten en mariposas!». Y, sacando algunas que estaban sufriendo la transformación, se las mostró a sus padres. «Incluso lo que llamamos seda y que la gente lleva encima, la fabrican los gusanos antes de tener alas y, cuando se han convertido en mariposas, ¡entonces se los ignora por completo y nada valen!». Ante este argumento, los progenitores no veían cómo rebatirla y se hallaban confundidos.
¡Ahí queda eso!
¡A volar polilla!
Aquí os pongo el enlace por si os interesa escucharlo.
¡Gracias!
https://www.ivoox.com/tercer-espejismo-la-practica-la-calma-mental-audios-mp3_rf_88050429_1.html