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Algo sobre «Luna llena » de Aki Shimazaki

Ya había leído otras novelas de Aki Shimazaki. “El quinteto de Nagasaki” y “Azami” también me gustaron mucho y las aconsejo vivamente, pero “Luna llena” ha llegado justo en su momento. Mi madre decía que más vale llegar a tiempo que rondar cien años y esto es lo que le ha pasado a esta novela conmigo, que me ha conquistado.
Estos días andaba yo pensando en que los sentimientos y las emociones son como las semillas, por mucho que las entierres (y precisamente por hacerlo) se transforman y vuelven a la luz convertidas en otra cosa, pero que uno la mayoría de las veces sabe muy bien de donde surgen. No son nada nuevo.
Los artistas, los verdaderos artistas, de semillas tóxicas y dañadas hacen surgir especímenes hermosos y extraños, evocadores de un origen oscuro que arranca de la profundidad de los secretos de la mente.
Me parece que por mucho que enterremos bajo un apretado manto de vergüenza y control nuestras emociones y nuestros sentimientos, por capas y capas que les pongamos encima de disimulo y silencio, se abren paso regadas por las corrientes profundas de lágrimas no vertidas y algunas gotas de aquellas que caen a solas.
Estas cosas pensaba yo estos días, cuando comencé a leer “Luna llena”. En esta novela breve los recuerdos enterrados se abren paso en el presente a través de la mente de una anciana con Alzhéimer. Así escrito y dicho suena como algo dramático y triste, pero lo cierto es que no es así en absoluto. Entre otras cosas, en esta novela la vejez, la enfermedad y la discapacidad se tratan con dignidad y sin papanatismo ni ñoñería.
Pero, a lo que iba, en “Luna llena” los recuerdos vergonzosos y culpables enterrados en la mente de Fujiko, que es la señora con Alzhéimer, surgen precisamente cuando esa mente deja de estar ocupada en mantener la pantomima de una vida apacible y convencional.
Fujiko había mantenido a raya sus emociones y sus secretos del pasado, pero ahora estos cobran fuerza y salen vivamente a la superficie. Para mostrarlo Aki Shimazaki recurre a la metáfora de las cigarras. Por lo que se ve, las larvas de estos insectos pueden llegar a vivir hasta diecisiete años bajo la tierra, hasta que maduran, salen a la superficie y viven unas pocas semanas para ligar, lanzar otras larvitas a la tierra y empezar de nuevo. Es decir, los mecanismos de represión y control de Fujiko se rompen con el Alzhéimer y otra verdad que estaba oculta se abre paso a la luz del día.
¿Pero quién es Fujiko? Pues es la señora Niré, esposa de Tetsuo. Los señores Niré son una pareja de ancianos que viven en una acogedora residencia en una pequeña ciudad desde hace siete años porque a Fujiko se le declara esta enfermedad. Su hijo menor, Nobuki les busca este lugar para que puedan estar atendidos en un ambiente de respeto y seguridad.
Pero la vida no se para y no se vuelve apacible solo por estar en un entorno que sí lo es, así que un encuentro casual con el nocturno número 20 de Chopin en una actividad cultural de la residencia y un programa de televisión de difusión de la música clásica sacan a la superficie de la mente de Fujiko los recuerdos de un encuentro de pasión que cambiará por completo la idea que Tetsuo ha tenido de lo que fue su matrimonio y su familia.
En “Luna llena” la supuesta mente enferma de Fujiko es la que sana el presente. Tetsuo tiene que enfrentarse a que tal vez su querido hijo Nobuki es fruto del encuentro de su mujer con un famoso director de orquesta y que ella ha vivido triste y desencantada porque sabía que él tenía una amante desde antes de su matrimonio.
Leyendo esto cualquiera podría pensar (yo misma lo haría) que se trata casi de un folletín sin más. Pero no es así en absoluto. Creo que en la literatura está ya todo contado y lo importante es cómo se hace y la trascendencia que se le da. Aki Shimazaki construye un mundo sencillo y real, donde es posible romper el silencio estridulando insistentemente como lo hacen las cigarras cuando llega su momento.
La música de Chopin y las canciones tradicionales japonesas son la banda sonora que ambienta toda la novela. En concreto hay una pieza dedicada a las cigarras que es el auténtico leitmotiv de la historia y que Fujiko canturrea muchas veces:
“semi, semi, semi, ?dónde te ocultas?
Después de tantos años bajo tierra,
sólo te quedan unas semanas al aire libre…”

Tetsuo, como “semi” (“cigarra” en japonés), tiene que cambiar de piel y extender sus alas ante una situación nueva. Fujiko cree que él es su novio, al que ha conocido en un “miai” tradicional.
Al señor Niré solo le queda la opción de aceptar la nueva situación, la distancia que está poniendo ahora entre ellos su “prometida” Fujiko. Detrás de todo esto lo que se vislumbra es la importancia de un amor verdadero que tiene que sobreponerse a la vergüenza, las mentiras y la decadencia vital.
La trama es sencilla pero de ninguna manera aburrida. Los personajes están muy bien trazados y ocupan su papel sin estridencias. “Luna llena” es una novela corta que da para pensar largo rato acerca de nuestro miedo a la verdad.
En fin, en forma de larvas de “semi” o de semillas dañadas las emociones y los recuerdos acaban por madurar y salir volando o brotando. Aki Shimazaki los ha convertido en cigarras estridulantes para que no tengamos más remedio que escucharlos.

Vigilia y sueño al fin del año

Transitar por los sueños, de mundo en mundo, viviendo otras vidas más grandes y más pequeñas, pero nunca iguales.
Despertar cada día, desayunar, oír las noticias, enviar mensajes, habitar esta vida pequeña esperando un sueño, buscando un sentido que es un perfecto maestro del escapismo.
Pasa el tiempo. Los segundos y los años se deslizan unos junto a otros. Se parecen tanto…
Llegará un momento en el que la vigilia ya no será nada, en el que los mundos fragmentarios de los sueños tomarán forma. ¿Cómo será?
Estarán esperando los grandes árboles de hoja perenne y un sendero limpio que conduce a una fuente.
También habrá gritos y risas y besos y golpes
libros, gatos y cuchillos
sangre y miedo
amor.
Pero hoy aún todo aquello está revuelto y no se puede entender bien.
Desde aquí casi todo es difícil de entender, incluso esta vigilia ordenada y familiar, con sus armarios y sus cajones colocados y limpios.
Han sido necesarios tantos años para aprender a interpretar este papel en este escenario, que da pereza solo el pensar que haya que volver a empezar otra vez, solo con la pobre guía de las piezas sueltas de los sueños, sin libreto ni guión, sin dirección ni escuela.
Fue buena idea aquello de contar el tiempo: un minuto, un día, un lustro. Viene bien para distraerse y pensar que todo está en orden, que hay señales para no perderse.
Se termina el año. ¿Qué cosa será esta?
Se acaba como una bolsa de patatas fritas o como un dolor de tripa.
Finaliza el año y pareciera que estrenando calendario se estrena la vida.
Lo mismo es cierto…

Entretanto, mientras zigzagueo entre la vigilia y los sueños, con suavidad rozo un día una esquina de la felicidad y otro tropiezo brutalmente contra el dolor, como todos los seres que zumbamos en este enjambre ruidoso y alocado.
Hoy, en estos últimos días del año, recuerdo a quienes he amado y a quienes amo, espero a los que amaré y intento limpiar las rémoras de la aversión para que no ensucien la nieve de las cumbres más altas.
Me valgo del calendario para decir “adiós” y quedarme, para decir “hola” sabiendo que algún día me marcharé.

Invocando al otoño

Hojas que crujen
pisadas bajo el sol.
¿Dónde está octubre?

De marabuntas y espirales: cosas de hormigas

Hace muy poco he vuelto a disfrutar de una de esas películas que no dejan indiferente a nadie. Se trata de “Cuando Ruge la marabunta”.
Esta película de 1954 es de aquellas que nos ponían frecuentemente en la TV de antes, aquella en la que solo había una primera cadena y el UHF, que ya creo que no le sonará a casi nadie. En fin…. Lo que quiero decir con esto es que la gente de mi generación veíamos todos las mismas películas y más de una vez porque no había mucho dónde elegir .
En “Cuando ruge la marabunta” hay un par de escenas que son de las que no se me olvidan. La más famosa es la del piano, en la que Christopher Leininger (Charlton Heston) y su esposa, Joanna (Eleanor Parker) recién llegada a la selva y que se ha casado con él por poderes, mantienen el siguiente diálogo cargado de doble sentido y de tensión:
–Christopher: El piano ante el que se sienta no había sido tocado por nadie antes de su maldita llegada.
–Joanna: Si supiera algo de música, sabría que un piano suena mejor cuando se ha tocado. Éste no es un buen piano.

Esto viene a santo de que el rudo propietario de la plantación, que se ha encargado una esposa por poderes lo quiere “todo a estrenar” y acaba de descubrir que su inteligente y bella esposa es viuda.
Sin duda se trata de una metáfora elegante y digna que deja mucho más alta a Joanna y como un patán a Christopher.

La otra escena que tengo pegada en mi memoria es la traumática de ataque mortal de las hormigas guerreras sobre uno de los trabajadores de la plantación al inicio del avance de la marabunta. Aquello me impresionó tanto que durante años, si se me subía una hormiguita encima, me ponía histérica. Bueno… Tengo que reconocer que, en general, los bichos me ponen de los nervios.
Como soy curiosa y ahora es fácil investigar en Internet, después de ver la película me puse a buscar qué hay de cierto en eso de la marabunta. Me enteré entonces de que, efectivamente, hay un tipo de hormigas guerreras, que no se asientan en hormigueros, sino que se desplazan constantemente buscando comida. Son millones de legionarias que avanzan juntas en columnas de un ancho de hasta veinte metros y una longitud de doscientos. ¡Qué impresión!
Estas hormigas de fuertes mandíbulas van arramplando con todo lo que pillan: plantas, insectos animalillos pequeños, etc.. Lo de que puedan comerse a la gente es una exageración hollywoodiense. Aun así no debe de hacer ni pizca de gracia verlas venir de frente.
Parece que estas hormigas legionarias son ciegas y se siguen unas a otras por el olfato. Instintivamente van en formación como un solo individuo buscando alimento incesantemente. Pero, a veces, el instinto falla y se produce un fenómeno que llaman “la espiral de la muerte”. En este caso lo que sucede es que alguna se despista y empieza a caminar en círculo, mientras las otras la siguen disciplinadamente hasta caer muertas de cansancio. Solo logran salir de esa espiral si algo externo actúa rompiendo la inercia o si alguna guerrera se vuelve exploradora y se sale con audacia, no se sabe muy bien por qué.
Volviendo a las metáforas, cuando leí esto de la espiral de la muerte de las hormigas legionarias, pensé que también a veces algunos hacemos lo mismo que ellas. Nos enfrascamos en pensamientos recurrentes y circulares que se suceden unos a otros sin llevarnos a ninguna parte más que al agotamiento y la autodestrucción.
El razonamiento lógico y constructivo sería como esa columna de hormigas eficaces, que avanzan paso a paso, idea a idea, nutriéndose de lo que encuentran frente a sí y dejando atrás lo que ya no les sirve.
Las rumiaciones y los pensamientos obsesivos serían esas hormigas obnubiladas e incapaces de romper su rito de autodestrucción. En esos casos solo puede salvarnos un zarandeo externo o una señal de alarma interna, lo suficientemente vibrante como para sacarnos del ensimismamiento, o incluso las dos cosas a la vez.
Y siguiendo con la metáfora, tal vez esa hormiga, que se mete a exploradora y sale de la ruta y salva a todas las demás, lo hace porque sabe que puede hacerlo, que tiene valor en sí misma y puede romper el círculo mortal. Aunque, seamos sinceros, el riesgo no desaparece con escapar una vez de la espiral. Morirán esa intrépida hormiga y nacerán otras que volverán a despistarse. La mente es así, ofuscada y lúcida, vamos avanzando de espiral en espiral, procurando no ensimismarnos demasiado con nuestros propios miedos y esperanzas.
Macedonio Fernández decía que “hay que regocijarse de que las espinas estén recubiertas de rosas”. Estoy de acuerdo: hay que regocijarse de tener personas cerca que nos dan un toque para sacarnos del ensimismamiento y mostrarnos nuestra propia valía, más allá de lo que hagamos y de cómo lo hagamos, y también hay que regocijarse de nuestros “pensamientos exploradores” que nos enderezan el rumbo cuando nos perdemos.

La danza de Simhamukha

Moverse sin ritmo, sin normas. Moverse de dentro hacia fuera. Moverse como una butoka inspirada, transida por el espíritu de la Verdad. Moverse sin limitaciones, rompiendo las hilas largas y pegajosas de las arañas gigantes que moran sin cuerpo el la comisura de los ojos.

Comprimirse hasta ser la Joya que concede todos los deseos, con sus destellos azules en las ocho facetas.

Iluminar el norte más que el sur, coronar el este con el sol poniente. Olvidarse de la verdad, de la serenidad, traspasar la mirada con un rayo cegador. Que los oídos rompan como flores carnívoras devorando las Enseñanzas de Amor.

Pero no hago nada.

No danzo.
No rompo.
No grito.

Me mantengo agazapada dentro de mi pecho esperando un milagro o un rescate estelar.
Esperando un sueño revelador y una plegaria mágica.

¿Cuándo naceré?

Llevo más de medio siglo en este mundo y no me he dado a luz.
Temo salir de mi propio vientre, aunque ya se me ha quedado pequeño.

¿Estoy a tiempo?…

Tendría que haber gritado de dolor y de rabia.

¿Estaré a tiempo?

Si no hago una locura en la vida me quedaré cuerda, pero como una cuerda floja, desafinada y baja, peligrosa solo para los oídos sensibles.
Ser una butoka ciega e invisible, girando ebria en la soledad del espacio sin límite y gritarme que me amo y que soy hermosa con mi cuerpo azul y mi cabeza de león, eso quiero. Ni entender importa, ni la inteligencia importa, ni la belleza, solo un remolino de azules como un ciclón que arrase con la prudencia y el sosiego derrotados bajo mis pies.

Se acaba agosto…

Se termina el mes de agosto. ¡por fin!
El verano me resulta cada vez más tedioso e irritante. Y este además ha sido especialmente terrible.
En estos meses parece que sobra tiempo para hacer y para pensar, pero lo que no hay es energía para aprovecharlo. Precisamente una de las cosas que más valoro es el tiempo y siento que cada verano lo malbarato. Se me escurre lentamente entre los dedos sin que sea capaz de darle forma a nada. Me siento culpable por no beberme los segundos que no volverán y, al mismo tiempo, estoy deseando que se vayan. Así que el verano me enloquece de inacción y rumiaciones.
Pero el verano ya se está pasando. Todo pasa muy deprisa desde hace unos años: lo bueno y lo malo. La dichosa impermanencia ha tomado velocidad y precipita cuesta abajo todo lo que impregna, que precisamente es eso: todo.
En medio de esa pasividad irritante y tórrida intento buscar un norte que siempre me ha sido esquivo. Tomo la madeja de mis pensamientos, de mis emociones, de mis anhelos, e intento hacer un ovillo con ella. Quienes tejemos sabemos que, antes de usar un hilo para crear algo con él, es necesario devanarlo cuidadosamente. La labor de devanar una madeja y convertirla en un ovillo práctico y manejable es muy delicada. Es bastante fácil que se enreden unas hebras con otras y que se organicen nudos monumentales, que a veces solo se resuelven cortando.
Por eso, para esa tarea de devanar siempre fue muy útil contar con la ayuda de otra persona que sujetase con las muñecas la madeja abierta, acompañando y a veces también guiando a quien está enrollando el ovillo.
Pues bien, me parece que esto mismo es práctico y necesario cuando estamos devanando la madeja de nuestra propia mente. Por bien que nos arreglemos, en ocasiones es muy importante contar con la ayuda de alguien que nos acompañe, nos guíe y, si es el caso, nos ayude a deshacer los nudos o cortarlos, si no hay más remedio.
Podría decir que este asfixiante verano me ha regalado algunas madejas para devanar y en ocasiones he tenido la suerte de encontrar con quien hacerlo. Sigo en ello porque he descubierto que las más antiguas tienen intrincados nudos que se han ido apelmazando por estar almacenadas en un rincón estrecho. No obstante, a pesar de todo, creo que se podrá hacer algo con ellas, algo se podrá tejer, pero primero tenemos que hacer el ovillo.

Soledad constante más allá del amor («El camino estrecho al norte profundo»)

A veces hay libros que dan para tanto que cuesta escribir sobre ellos. Es el caso de «El camino estrecho al norte profundo» de Richard Flanagan. Tenía tres borradores de reseña para publicar, y ninguno ha terminado de gustarme (ni este tampoco, pero ya está bien).
«El camino estrecho al norte profundo», a su manera, podría considerarse una novela histórica, pero con un tratamiento y una profundidad que nada tienen que ver con las anteriores, ni con las más comerciales de ese género. Yo diría que en este libro Richard Flanagan utiliza el pretexto de la guerra para hablar de problemas humanos y para reflejar un sentimiento hondamente pesimista y triste ante la transitoriedad. La desesperanza traspasa cada párrafo, hasta los más felices, y acaba calando al lector, como una lluvia lenta y persistente para la que no hay modo de protegerse.

Muerte y Amor son sin duda los temas que marcan toda la trama. El protagonista, Dorrigo Evans, es un oficial médico que vive y sufre el horror de un campo de prisioneros australianos en la Segunda Guerra Mundial. En «El camino estrecho al norte profundo» no se ahorra al lector la descripción de ningún horror ni físico ni mental. No se ahorra la vivencia de ninguna muerte ni de ninguna tortura, ni siquiera la de los propios torturadores, la de los «malos». La descripción detallada de las humillaciones, la degradación, la enfermedad es tan exaustiva que convierte esos episodios en algo tan palpable que muchas veces se hace casi insoportable la lectura.

Desde luego esta sí que no es una obra de héroes y villanos. En sus páginas todos los personajes tienen vida propia, miserias y perplejidades, miedos y arranques de valentía. Viven la degradación y la humillación todos. Y todos sienten y viven su muerte, y Flanagan nos lo cuenta dándoles a cada uno voz propia e individualidad. Llama la atención con qué sensibilidad se mete en la piel, en la mente,de cada personaje justo antes de su muerte, cuando la ven y la sienten llegar, y con qué destreza es capaz de hacernos sentir todas esas vidas distintas e iguales en la soledad ante la inevitabilidad del final de la existencia.

Así que «El camino estrecho al norte profundo» es también una novela de soledad. Ni el amor, ni la amistad, ni el deber, nada impide que todos los personajes estén solos y se sepan solos. La vida se muestra como un camino estrecho, como los que llaman en Asturias «sendas de persona». Solo se puede avanzar de uno en uno, a trechos con compañía delante, abriendo camino, a veces por detrás, cubriendo la retirada; pero solos, siempre solos, muchas veces por tramos tan estrechos que el camino ni llega a «senda de persona» y se queda en «paso de jabalí». Y ahí es donde uno se araña más la piel, donde más se desgarra la ropa, donde más consciente se hace cada uno de su soledad. Esta novela se centra en esos momentos de la vida, que para todos los personajes son la mayoría.

Por otra parte es admirable como Richard Fflanagan se mueve con agilidad entre la mentalidad occidental -cosa bastante fácil para un australiano- y la oriental. Es de destacar con qué acierto muestra la perplejidad de coreanos y japoneses ante la actitud de los prisioneros australianos. Los oficiales y soldados del ejército japonés los tratan como a esclavos, peor que a bestias. Y lo que no pueden comprender es cómo ellos mismos no se sienten así, no aceptan ese «justo» destino, después de haberse rendido. Porque para un militar japonés un prisionero, si además se ha rendido y se ha dejado capturar, es menos que nada. Así lo explica Ivan Morris en las primeras páginas de «La nobleza del fracaso». Los héroes japoneses lo son no por triunfar, sino por afrontar la derrota con honor, con la muerte. Para ellos convertirse en un «toriko», un prisionero, es caer en la mayor degradación personal y, además, familiar. Con la rendición del guerrero su linaje queda humillado y manchado por generaciones, que tienen que arrastrar esa vergüenza.

Ivan Morris también habla en su libro de la espada y el pincel en la historia de los guerreros japoneses, que siempre han ido juntos. Desde el primer héroe mítico, Yamato Takeru, hasta los jóvenes kamikazes de la Segunda Guerra Mundial, todos tenían a gala decir su poema final antes de morir. Muerte y poesía, amor y poesía, marcan también la trama de la novela, hasta el punto de que cada una de las cinco partes en que se divide están presididas por un haiku, e incluso el título lo recibe de una obra de Basho.

Oriente y occidente están presentes en «El camino estrecho al norte profundo», unidos por la tragedia de la vida, sobrepasados por el sufrimiento de la guerra, al mismo tiempo que comparten la sed de Amor. Al fin y al cabo, por encima de las razas y de las creencias, todos amamos y todos morimos.

Y, hablando de Amor (con mayúsculas), este empapa cada página del libro. El Amor en todas sus manifestaciones. Por ejemplo, fijándonos en Dorrigo, es casi doloroso ver cómo vive el amor, cómo lo manifiesta a su pesar, ya que el sufrimiento ha ido bloqueándole hasta dejarle incapaz de creer en sus propios sentimientos. El protagonista ama a sus compañeros, ama a su mujer, ama a sus hijos, ama a sus amantes y, sobre todo, ama a Amy. El amor de su vida, su motivo existencial, a la que él cree muerta porque su esposa le dio esa noticia falsa, en medio del infierno, cuando Dorrigo más necesitaba conocer la reconfortante verdad. Una única mentira marcó su vida y le sumió en la soledad más hermética.

En «El camino estrecho al norte profundo» no triunfa el Amor, no se impone a la transitoriedad y a los obstáculos. El Amor pierde la batalla ante el miedo y la inseguridad. La guerra mata a pesar del amor y la amistad, la enfermedad castiga a pesar del amor, el cansancio y el miedo bloquean las emociones y la gran historia de amor entre Dorrigo y Amy, al final, tampoco se realiza porque…

«… Él tenía su vida, y ella la suya; ni en sueños era posible una fusión de ambas. Y lo que no alcanzamos a soñar, nunca alcanzaremos a hacer».

Desde que leí hace unas semanas esta frase no he dejado de tenerla presente. En sentido contrario es lo mismo que decía mi madre: «Si quieres algo mucho, muchísimo, con todas tus fuerzas, lo consigues». Es decir, si eres capaz de soñarlo con intensidad, de creer en ello, el pensamiento se materializa.

Pero Dorrigo y Amy, a pesar de haber conservado su amor intacto en el corazón, no han podido creer en que se realizara. La vida, los años, la distancia y el sufrimiento no dejaron crecer su sueño, su historia. Tal y como sucede con la novela romántica que Dorrigo no puede terminar de leer en el campo de prisioneros, porque le faltan las últimas páginas…

«Pero no había nada más. Alguien había arrancado las últimas páginas y las había usado como papel higiénico o se las había fumado, así que no había esperanza, ni alegría, ni comprensión. No había última página. También el libro de su vida se había visto bruscamente truncado. No le quedaba más que el fango bajo los pies y el cielo inmundo sobre la cabeza. No habría paz ni esperanza. Y Dorrigo Evans comprendió que aquella historia de amor quedaría inacabada por toda la eternidad, como un mundo sin fin».

Pasada la guerra, pasados los años, Dorrigo y Amy se encuentran cruzando un puente, cada uno caminando en un sentido y ambos se reconocen y no se paran, ni se miran apenas. No han podido soñar con una vida juntos, con un reencuentro y se han perdido el uno al otro para siempre. En la estética japonesa lo verdaderamente bello no puede ser perfecto, acabado. Tal vez eso es entonces lo que hace más hermoso y excelso el Amor entre Amy y Dorrigo, su imperfección.

«Y entonces se volvió de nuevo y siguió caminando por caminar, sin rumbo ni propósito. La creía muerta, pero al fin lo entendía: era Amy la que había seguido viva y era él quien había muerto».

Amy llevaba, y seguirá llevando hasta el fin de sus días, el colgante de plata con una perla engastada que Dorrigo le regaló, sintiendo con ello en su piel casi la única prueba de que su amor fue real, que verdaderamente existió. Porque ella supo que él había sobrevivido y nunca pudo comprender por qué no vino a buscarla, tal y como había prometido. Insegura, desconcertada, siguió amándole a distancia, pensando que no debía interferir en la vida del hombre que amaba porque ya la habría olvidado.

Decía Zsa Zsa Gabor: «Nunca he odiado tanto a un hombre como para devolverle sus joyas». Amy amó tanto que nunca se separó de esa pequeña joya, como una gota luminosa de felicidad, que en un momento de entrega supuso a Dorrigo todo lo que tenía, antes de que la guerra y el peso de la vida aplastasen su sueño.

«… y al volver sobre sus pasos vio que, a un lado del sendero enfangado, en medio de la sobrecogedora oscuridad, había brotado una flor escarlata.

Se inclinó y alumbró con la lámpara aquel pequeño milagro. Allí se quedó, encorvado bajo la lluvia torrencial, durante mucho tiempo. Luego se incorporó y reanudó la marcha».

Sí. reanudó la marcha de la vida, pero sin olvidar nunca la Flor escarlata que lucía Amy el día en que se conocieron.

Cultivar la Amabilidad

 

Hay tantas cuestiones que tratar cuando hablamos de meditación, que, la verdad, no sé por dónde empezar. Al fin y al cabo, familiarizarse con la naturaleza de la mente implica tomar conciencia clara de la Vida con mayúscula, que se compone principalmente de las cosas cotidianas, que son las que marcan la existencia. No hace falta, creo yo, andar buscando experiencias extraordinarias, porque la verdadera trascendencia se encuentra en lo más cercano.
Últimamente me estoy fijando en un aspecto que, al menos yo, dejo de lado sin darme cuenta, no solo en la meditación. Me refiero a la Amabilidad. Lo pongo con mayúscula, no porque me haya dado un ataque de «mayusculitis» (como decía mi querida amiga Carmen Roig), sino porque quiero distinguir este concepto de algún modo, separándolo de la idea de cortesía vacía.
«Amabilidad» tiene obviamente la misma raíz que amor. Este concepto creo que es importantísimo cuando nos referimos a nosotros mismos. En la meditación, tantas y tantas veces, nos ponemos metas, nos juzgamos, nos exigimos y, claro, dejamos de amarnos, dejamos de ser «amables» con nosotros. Llegamos a ponernos tan rígidos y solemnes que nos perdemos en lo que «deberíamos hacer», olvidando la experiencia en sí.
Me parece que la pereza para meditar muchas veces se alimenta de nuestra falta de Amabilidad con nosotros mismos. Y, como decía, la meditación no es una excepción, una actividad ajena a lo cotidiano, por eso esta misma carencia nos lleva a caer en hábitos que nos perjudican frente a los que nos benefician, aun siendo conscientes de ello.
Y, dicho esto, ¿qué hacemos? Pues ponernos manos a la obra con lo que tenemos más cerca, con lo que somos ahora: nuestro propio cuerpo y nuestras propias sensaciones. Propongo algo sencillo para cultivar esta Amabilidad desde la sensación, que es algo que cala con mucha profundidad en nuestra mente.
Sentémonos con la espalda recta, en una posición que nos resulte lo suficientemente cómoda para estar tranquilos, al tiempo que mantenemos la atención sin desmoronarnos. Ni tensos ni derrumbados, con una postura digna y elegante, abiertos a lo que pueda surgir.

Con una primera inspiración, giramos suavemente los hombros hacia abajo y hacia atrás, permitiendo que el pecho se abra, sin estridencias; no marcialmente, sino con la alegría y la curiosidad de abrirnos a la experiencia.
Con esta actitud, comencemos a observar las sensaciones del aire al entrar y al salir de las fosas nasales, sintiendo como cada una de nuestras inspiraciones es una caricia que entra en nuestro cuerpo, única e irrepetible, que nos da la vida. Igualmente al sentir cada espiración, dejamos salir el aire como otra caricia que enviamos conscientemente a nuestro entorno.
Con esta actitud cultivamos la Amabilidad sin diferenciarnos de lo demás. Cada respiración nos conecta y nos acaricia. Nos amamos y amamos lo que respiramos, sin separación, sin diferencias.
Esta propuesta no tiene por qué llevar demasiado tiempo, pero sí exige atención y cuidado. Todos los que nos hemos acercado a la meditación conocemos bien que la mente quiere siempre distraerse. No pasa nada porque surjan pensamientos, es lo normal, lo único que hay que hacer es, con una sonrisa interior, procurar no enredarse en ellos y devolver la atención a estas sensaciones.
También es importante mantener el tiempo de observación que nos hayamos fijado previamente, aunque sean cinco minutos, porque así cultivaremos una sana disciplina que nos será muy útil en otras muchas facetas de la vida.
Espero que estas palabras puedan ser beneficiosas, sin olvidar que «la luna es lo que importa».

Amor y poesía más allá de la muerte

Si por la pena
de este amor mi alma herida
huye y se esconde,
seré un cadáver, pero
de cuerpo enamorado.

Koishiki ni
wabite tamashii
madoinaba
munashiki kara no
na ni ya nokoramu

Tras leer este waka anónimo del «Kokinshuu», cómo evitar la asociación inmediata con…

AMOR CONSTANTE MÁS ALLÁ DE LA MUERTE

Cerrar podrá mis ojos la postrera
Sombra que me llevare el blanco día,
Y podrá desatar esta alma mía
Hora, a su afán ansioso lisonjera;

Mas no de esotra parte en la ribera
Dejará la memoria, en donde ardía:
Nadar sabe mi llama el agua fría,
Y perder el respeto a ley severa.

Alma, a quien todo un Dios prisión ha sido,
Venas, que humor a tanto fuego han dado,
Medulas, que han gloriosamente ardido,

Su cuerpo dejará, no su cuidado;
Serán ceniza, mas tendrá sentido;
Polvo serán, mas polvo enamorado.

No creo que haya mucha duda acerca de que Francisco de Quevedo no pudo inspirarse en este poema del «Kokin Wakashuu», más conocido por «Kokinshuu» («Colección de poemas japoneses antiguos y modernos») compilación realizada principalmente por Ki no Tsurayuki, y prologada también por él. Es la primera de este tipo realizada a petición de un emperador, y se finalizó a principios del siglo X. Actualmente ha aparecido una estupenda edición en Hiperión, traducida, anotada y prologada por mi admirado y querido profesor Carlos Rubio, al que debo el haber aprendido muchísimo acerca de las claves que marcan el maravilloso recorrido por los textos de esta literatura. Gracias a él he descubierto obras nuevas para mí, matices diferentes en mis lecturas conocidas y muchos senderos nuevos que transitar.
Desde hace años he disfrutado de la literatura japonesa, más de la clásica que de la contemporánea, sintiéndome como un pez de colores en un arrecife de coral cuando me sumerjo en ella. mi identificación con esa sensibilidad, con esa visión estética va más allá de lo intelectual. No obstante, cuando se revive la emoción que traspasa estos dos poemas, tan distintos en la forma, tan iguales en el efecto, se comprende -o se siente- que la distancia no es nada en el fluir de la conciencia, en la manifestación profunda de las emociones.
Más allá de dualidades oriente/occidente, más allá de estilos y maneras, los hombres han sentido y sienten emociones puras que les trascienden «más allá de la muerte».
Y, siendo así, tal vez el fluir de conciencia de aquel poeta que vertió sus sentimientos en el molde del canon waka, siguió su curso y llegó al Siglo de Oro convertido en un caballero cristiano, tan kármicamente enamorado, tan arrastrado por sus sentimientos, que tal vez hoy esté expresando lo mismo en otro planeta, a años luz de esta galaxia, o en forma de pez de colores, de palmera o de tigre.
Damos vueltas y vueltas, así es la rueda del samsara. A veces con el viento de frente, a veces con un sol de justicia y, a veces, con una brisa tibia y calmante que le reconcilia a una con la vida.
Esa sensación de calma, de «regresar a casa» es lo que yo experimento con la lectura de la literatura japonesa en General. Tanizaki, Kawabata, Ichien Muju, Dama Sarashina… en todos encuentro paz. Incluso en los episodios más duros y sangrientos, en los jocosos y dramáticos, atisbo de fondo una serenidad que se me contagia, que me impregna por completo, que, además, me impulsa a escribir, a compartirlo de algún modo. Por eso creo que Sei Shonagon ha sido y es mi más profunda inspiración, hasta el punto de que me gusta pensar que tal vez su fluir de conciencia y el que ahora compone este yo se han entrelazado en el transcurso de las vidas… ¿por qué no?
Para acabar por hoy, copio el comienzo del prólogo de Ki no Tsurayuki, que expresa con una extraordinaria belleza y mucho mejor que yo lo que quiero decir:

«La poesía de Japón tiene su semilla en el corazón humano donde germina hasta crecer en las hojas de las innumerables palabras. Los que vivimos en el mundo nos hallamos afectados por muchas experiencias expresando con la exuberancia de la vegetación de las palabras lo que vemos y oímos. Por ejemplo, cuando oímos el trino del ruiseñor en la floresta o el croar de la rana en el agua, comprendemos que no hay ningún ser vivo sin canción».

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A continuación quiero añadir la estupenda explicación que me ha enviado Carlos Rubio, tras tener la gentileza de prestarle atención a esta entrada.
Empieza comentando que precisamente este es uno de sus poemas favoritos del Kokin, con cuya traducción quiso hacer un guiño al poema de Quevedo (también predilecto), ya que su versión en español tuvo que ser bastante libre, so riesgo de un resultado nada satisfactorio.
Y lo explica así de bien:
“Fíjate, si no, cómo quedaría el asunto en una traducción más o menos literal y bastante prosaica (aunque desnuda de dos o tres dobles sentidos de las palabras del original): “Si por mi pena de amor (esto es “koishiki ni”) mi alma sufriente escapara hasta ocultarse (implica morirse), lo que quedaría de un amor vacío sería la simple historia de un cadáver”.
La palabra “kara” del original quiere decir “cadáver», pero también puede significar “ a causa de”, por lo cual la frase de “munashiki kara”, también se podría interpretar como “a causa de un amor vacío”. Estos dobles sentidos eran posibles porque aquellos poetas del Kokin escribían no en sinogramas, sino en hiragana que es una escritura silábica perfecta para reproducir la homofonía de muchas palabras japonesas.
Este poema en concreto es anónimo, lo cual quiere decir una de estas dos cosas: o que eran tan viejo que no se conocía su autoría o, creo que más probable, que no era prudente revelarla (a su vez, o por ser un poema atrevidillo, es decir, muy pasional, o porque el autor era una persona de relieve y por discreción no quería que se supiera, o bien porque el autor era alguien mal visto en la corte por aquellos años y el compilador no juzgó prudente incluir su nombre”.

Agradezco a Carlos su generosidad al permitirme reproducir en esta entrada sus aclaraciones, enriqueciéndola enormemente. Es para mí un `privilegio y un placer contar con su atención y, además, poder compartirlo en el blog.

La princesa que tenía que convertirse en color

En febrero de 1990, bajo la innegable influencia de mi lectura de la obra de Rubén Darío, escribí el cuento breve que pongo a continuación.

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La sombra se agitaba rápida y silenciosa dentro del recipiente biselado. Los ojos permanecían clavados en la superficie rugosa, sin poder parpadear, sin poder desviarse, sin poder entender el milagro de la sombra violeta en el frasquito.
De pronto, un rayo de luz se reflejó en el tapón dorado y la devolvió a la realidad inmediata. Era imposible saber cuánto tiempo había estado inmóvil, sentada sobre una pierna, que ahora le hormigueaba.
No comprendía lo que había sucedido. Sabía que, por mucho tiempo que viviese, nunca podría comprenderlo. Nadie la había avisado de la fascinación del violeta, del halo de misterio melancólico que lo envuelve, de la suave y mortecina tristeza que irradia. Nadie la había avisado de su magnetismo. Se habían limitado a esconderlo, a apartarlo de sus ojos desde siempre.
Pero el final era irremediable, a pesar de los cuidados de todos para que no encontrase la esencia. El encantamiento tenía un plazo, y este se había cumplido ya.
Al levantarse del almohadón, su velo rozó levemente el pequeño tarro que había quedado al borde del escabel de plata. Ella ni siquiera se dio cuenta de que el frasquito se había roto. Ni siquiera se dio cuenta de que, poco a poco, todo se iba tiñendo del mágico color.
Su fascinación era tanta que, solo cuando ella misma estuvo disuelta en el violeta, comprendió que aquel era su destino fantástico y eterno, que le habían estado ocultando.

Sueño de tierra y agua

En la orilla el agua cubre pequeñas plantas que, sin ser acuáticas, están completamente sumergidas. Mirándolas con atención resultan ser geranios silvestres florecidos. Es curioso pero el agua no les afecta. Ni siquiera parece tocar los delicados pétalos rojos de las florecitas.
Me decido a levantar un poco la mirada. Veo en la lejanía un cielo gris plomizo fundido con el oscurísimo azul del agua. No hay horizonte, solo una masa confusa. Y ahora ya comprendo lo que ha sucedido y lo que sucederá.

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No sé cómo llegué hasta aquí. Me encontré empapada, descalza y sola en mitad de este paraje extraño. Todo a mi alrededor era hermoso y terrible. Me abrumaron los verdes intensos de la vegetación, que casi herían los ojos. Las piedras, llenas de aristas y puntas, se me clavaron en los pies. Los insectos zumbaban y chirriaban atronadores. Sin embargo, al mismo tiempo, todo era bellísimo, aterradoramente bello y peligroso. Creo que por eso, enseguida, dejé de ocuparme del dolor.
Empecé a explorar. Era todo nuevo y, a la vez, conocido. Cada árbol me recordaba a otro, los cantos de los pájaros me resultaban familiares, pero en verdad no conocía nada de lo que me rodeaba.
Por fin entré en una zona más despejada. Allí comenzaba una especie de pista pedregosa. A lo lejos un coche viejo y polvoriento estaba parado, como si lo hubieran abandonado hace mucho tiempo. Me acerqué y vi que dentro había un hombre dormido. No era ni guapo ni feo, ni joven ni viejo. Su ropa era tan anodina como él mismo. Parecía que le faltaba color y vida, aunque solo fuera por el contraste con la abrumadora naturaleza que nos rodeaba. Me parece que él debió de pensar lo mismo de mí cuando se despertó, porque me miró con cara de absoluta indiferencia, como si yo no fuese más que una mota de polvo en el parabrisas. No cruzamos una sola palabra. Éramos dos personas en un mundo extraño y extrañas entre sí. Como si compartiéramos el espacio en dimensiones diferentes e inaccesibles.
Sin más, me alejé unos pasos y él arrancó el coche. Mientras lo miraba alejarse por la pista de piedras y polvo, se me figuró un retrato en sepia tratando de huir hacia el pasado. Supe que le sería imposible. Por mucho que quisiera, ese hombre descolorido no tenía adónde ir. No había más camino.
Yo también tenía que marcharme a algún sitio. ¿Hacer algo? ¿Buscar algo? Seguía confusa, aunque tras este encuentro se había abierto una pequeña fisura por la que entraba una pobre luz en mi entendimiento.
Seguí caminando con los pies doloridos por las piedras y los brazos arañados por las zarzas, pero sin prestar atención al dolor, obnubilada por todas las formas colores y ruidos que me penetraban.
Y llegué por fin a una zona selvática. Entre una tupida vegetación se abría una gran charca de agua lodosa. Frente a mí, en la otra orilla, vi a una mujer con pantalón corto y melena morena, caminando resuelta muy cerca del borde. Ponía poco cuidado en su marcha, teniendo en cuenta que era fácil caerse al agua. Efectivamente, en un momento dio un traspiés y se precipitó dentro de las cenagosas aguas. Gritaba aterrada y dolorida mientras se agitaba intentando salir, pero la orilla estaba alta y escurridiza. Por fin, con gran esfuerzo, jadeando y llorando logró encaramarse de nuevo a la tierra, aunque para ella ya nada sería igual, porque las pirañas la habían mutilado. Le faltaban trozos de carne en las piernas y aún llevaba enganchados algunos de esos bichos negruzcos y repugnantes. La vi marcharse, desaparecer entre la maleza, con la seguridad de que, como el hombre de color sepia, tampoco tenía adónde ir ni medios para llegar a ninguna parte.
Me fui de allí sin haber hecho nada por aquella mujer y sin haber cruzado con ella ni una mirada. Como con el hombre descolorido, tenía la impresión de estar compartiendo un espacio y un tiempo, pero otra vez en dimensiones distintas. Tal vez fuésemos como líneas curvas que se encuentran en un punto y que, apenas se tocan, se distancian en el infinito.
No obstante, El sufrimiento de aquella mujer de algún modo llegó a alcanzarme en el centro del pecho y abrió de golpe esa fisura de mi entendimiento, convirtiéndola en una enorme grieta por la que ya cabía un chorro de luz clara. Así me di cuenta de lo que sucedía: yo estaba viviendo. Esta cosa extraña era existir.
Entonces volví a caminar, consciente de todo, habitando todo el espacio y todas las formas, sensible al dolor, al aroma, al zumbido, al brillo de las hojas…

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…Y ahora ya estoy aquí, en la orilla, atenta a estos misteriosos geranios sumergidos en el agua y en el silencio.
Acabo de comprender la verdad: la vida es solo esto: la tierra emerge un momento desde lo más profundo de las aguas, para que la habites un instante y luego vuelve a sumergirse sin ruido.
Pero yo decido que no voy a esperar. ¿Para qué? Esa masa profundamente oscura me envolverá tarde o temprano. Los geranios silvestres están felices y serenos ahí debajo y yo también lo estaré.

Rompes un hilo

Rompes un hilo. Sueltas un dobladillo y se despliega el bajo de una vieja cortina, acortada años antes para adaptarla a otra ventana más pequeña.
Hoy hay que alargarla de nuevo, por eso rompes ese hilo con mucho cuidado. Y, sin saber cómo, del dobladillo empieza a desprenderse poco a poco, puntada rota a puntada rota, un polvillo de nostalgia que te envuelve como una bruma con aroma a jabón barato y a tortilla a la francesa.
Este hilo tan fino, cosido con tanto amor y tanto cuidado, durante años ha sido el dique que contenía el desamparo de la orfandad, del anhelo inútil de las manos de la madre que tanto hicieron sin que se notase siquiera.
¿Habrá algún hilo capaz de hilvanar el desgarrón de su ausencia?
No.
Nadie puede coser al presente el tacto de sus manos y la dulzura de sus mejillas, como melocotoncitos tersos, ni bordarle al hoy con abalorios y lentejuelas su sonrisa tímida y su voz dulce y templada.
Estas manos que escriben, cada día se van transformando más en las suyas. Imitan sus movimientos y se disfrazan con su forma. Pero, en lugar de coser, descosen y dejan caer el dobladillo tan lánguidamente como una lágrima tímida.