De trapos y de letras (1)
http://www.youtube.com/watch?v=zDwr-8JqW64
DE TRAPOS
Mi abuela Pepa nació a principios del siglo XX. Yo no llegué a conocerla porque murió bastante joven, a los cuarentainueve años, derrumbada por el alcoholismo. Todas las referencias y recuerdos que me han llegado acerca de su persona, la convierten cabalmente en un personaje de esos que transitan por las novelas y las películas de posguerra.
Se trataba de una mujer desmedida en todo, abrumada por el sufrimiento de una vida dura. Era una mujer vehemente, que llevaba sus ideas a emociones y sus emociones a pasiones arrebatadas. Amaba con una intensidad asfixiante y odiaba con la furia de una walkiria. Seguramente sus felinos ojos grises lanzaban fuego blanco a cada paso, a cada ataque de celos, de ira o de pasión. Porque Pepa era excesiva e irracional. Obedecía a su instinto y a sus impulsos, y a nada más que a eso.
Se crió en uno de los suburbios de Madrid, en Tetuán de las Victorias. Aquella era una zona de traperos, y a eso era a lo que ella se dedicaba de joven: a seleccionar y colocar trapos (quién lo diría viéndola en estas fotos, tan mona y tan moderna). Eran muchos hermanos, había poco dinero -o casi nada- y había que salir adelante. Vivían en una casucha baja, a la que el padre llegaba borracho una noche con otra. Cuando esto pasaba, echaba a todos a la calle, incluida a su mujer, Luisa. bueno, a todos no, a Pepita la dejaba dormir en casa, porque era a la que más quería o, tal vez, a la que más respetaba, seguramente porque también ella nació haciéndose respetar, a zarpazos, como un felino salvaje.
Lo más seguro es que conociese a paco, el que fue mi abuelo, en algún bailongo. Ambos ganaron más de un concurso de chotis, así que tenían en común eso, por el lado bueno; Porque, por el malo, tenían las tremendas palizas que se daban mutuamente, casi siempre a causa de los arrebatos de celos de Pepita, que parece que era la primera en sacar la mano a paseo, aunque luego resultase la peor parada.
De letras
Mis abuelos empezaron muy jóvenes su relación, como era normal por entonces. A mi abuelo Paco sí que lo conocí. Murió cuando yo tenía nueve años, y él sólo sesentaicinco. Era un hombre muy bien plantado, de maneras elegantes, cariñoso y tranquilo. Cuidaba mucho su aspecto, y jamás lo vi desaliñado ni le oí decir ni una sola palabra fuera de tono. Su porte y su modo de hablar eran los de un auténtico chulapo. Podría haber sido perfectamente el galán maduro de una zarzuela.
Aún hoy puedo evocar su imagen con toda claridad: su buen porte, siempre bien rasurado, con el pelo cortado a cepillo y unas entradas canosas estratégicamente situadas en un rostro apacible y sonriente. Recuerdo que en casa casi siempre estaba leyendo sus novelas del oeste o lo que cayese en sus manos. Abrigado con su batín de cuadros verdes (que yo aún conservo) y sus gafas caladas, parecía más un señor profesor en su día de descanso que un obrero de platería.
Por eso me chocó tanto cuando, de mayor, supe de las terribles peleas que tenía con mi abuela, y no me lo podía creer. La cronista de estos dolorosos hechos fue mi madre. Ella ha sostenido que la verdadera naturaleza de su padre era esa: la elegancia, el cariño y la paciencia, pero que, sin embargo, su madre era una auténtica fiera, capaz de sacar de quicio al más santo. Y, por las anécdotas que se cuentan, algo de esto habría. Aunque sospecho que en esta crónica nadie es imparcial y creo que mi madre apoya un pelín el dedo en uno de los platillos de esta balanza…
Desde luego que yo también adoraba a mi abuelo. Jugaba con él a todo, le acompañaba a comprar el vino a la bodega, iba con él a ver a su tío Mauricio… (del que ya hablaré luego), a veces volvía con él del colegio y todas esas cosas que hacen los abuelos y los nietos juntos. Este hombre apacible y cariñoso, chulapo por los cuatro costados influyó mucho en mi vida por muchas razones más o menos trascendentes. Especialmente su muerte, desencadenó en mí más que una pena, sembró en mí la semilla del agnosticismo. “rézale a la Virgen para que cure al abuelo”. Decía mi madre. Yo recé llorando, pensando lo mucho que debía doler aquello de la sonda. Lloré en la habitación de mis padres, frente a una imagen en relieve, horterísima y chillona, de la Virgen con el Niño, que estaba colgada sobre el cabecero. Mi abuelo murió de una trombosis, y la señora sonriente del manto azul no movió un dedo, seguramente porque era de escayola y nada más.
Pero esta no es mi historia -al menos no directamente- y no quiero apropiarme de ella –sobre todo tan pronto-, así que volvamos a los “felices años veinte”, para quien lo fueren, claro.
Tanto baile, tanto baile… Pepita se quedó embarazada de Paco a los diecinueve años. Paco se teníaque ir a hacer el servicio militar a áfrica, de lo que le quedó el saber saludar y contar como los moros. Ah, y también una especie de casquete de grueso fieltro rojo, que anduvo mucho tiempo por casa. En fin, “un cuadro encantador” para cualquier chica de cualquier época, pero, si nos ponemos hace casi cien años y sin una perra gorda, pues mejor aún.
Cuando Paco volvió del servicio Militar se fue a vivir con Pepita. Más bien se fueron ambos a vivir con la madre de Paco, que trabajaba y cuidaba un consultorio médico en la Avenida de la albufera. Allí vivieron, y allí nació mi madre, la primogénita.
Las cosas empezaron a irles un poco mejor. Mi abuelo hacía jornadas de catorce horas en un taller de platería, y pudieron comprar un minúsculo piso interior en Lavapiés. Era un segundo, oscuro y melancólico, pero era ya su casa.
El trabajo en el taller debía de gustarle, por todas las cosas que han quedado de las que él hacía: un semanario de plata labrada -hecho para mi abuela y que ahora utilizo yo-, otro semanario pequeño de alpaca -hecho para mí-, dos gallos de pelea y un faisán, según puedo recordar ahora mismo. todos sus trabajos reflejan una personalidad paciente y meticulosa, que cincelaba con cuidado hasta la última pluma del gallo, hasta la más minúscula guirnalda.
Paco y Pepa, cada uno a su manera y como podían, compartían también el interés por la lectura. Pepa, analfabeta como era, jamás menospreció el valor de los libros. Muy al contrario, cada domingo, cuando se iba a dar un garveo por el Rastro -afición que he heredado yo-, compraba libros al peso para sus hijas. Así, a mi madre le llegó “La Odisea”, “Antoñita la fantástica” y un montón de obras más, que su madre traía sin saber qué eran.
Pero me estoy adelantando, porque esto ya pasó en nuestra manoseada
posguerra, y aún ni siquiera ha estallado la emblemática Guerra Civil.
Yo tambien me acuerdo de tu abuelo, el señor Paco, elegante, amable, culto…
Parece que le estoy viendo
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