En verano, el amanecer…
muy de mañana,
renace la frescura.
tan efímera.
… Y el blando abrazo
de una colcha ligera.
Amaneciendo.
Sei Shonagon decía en su «Libro de la almohada»: «En verano, las noches. No sólo las de luna brillante sino también las oscuras, cuando las luciérnagas revolotean, y aun las de lluvia, tan bellas». Lo más seguro es que, frente a frente, yo no me hubiera atrevido a llevarle la contraria en un asunto de tanta trascendencia poética. Pero, como nos separan un milenio y más kilómetros aún que años, me permito recordarla con este haiku.
Aunque es posible que, si ella viviese hoy en Chamberí, pensase como yo que las primeras horas del día son las mejores en verano, cuando aún el sol no ha recalentado el asfalto, no deslumbra la mirada con reflejos hirientes y los sonidos de la ciudad van apareciendo casi uno a uno, entrando en el concierto habitual de la ciudad, como solistas que interpretan una pieza conocida y, a la vez, adornada de improvisaciones. En las primeras horas del día el barrio se despereza: chirrían los cierres de los comercios al abrirse, la luz se va deslizando entre los árboles y el tráfico recupera su oleaje entre el piar de los pájaros y de algún semáforo madrugador.
Cada mañana, asomada al balcón siento la frescura de una ciudad nueva y, a la vez, conocida. Me gusta madrugar y sentirme «de estreno»: ¡Buenos días! ¿Qué será hoy?