Hablando de trabajo… O de «Claraboya»
Bueno, ya he contado en alguna otra ocasión que mi trabajo son los libros. Mejor dicho, mi trabajo es leer y corregir cualquier tipo de obras. ¿Es una suerte? Pues, en general, desde luego que sí, porque, al igual que Borges, yo me imaginaba el paraíso como una enorme biblioteca y, aunque no creo ni en eso ni en dios, si existiera tal cosa, tendría que ser con libros o, si no, me pido cualquier otro estado postmortem.
Los libros con los que tengo que trabajar surgen de modo aleatorio. Hay temporadas terribles, en las que uno piensa: ¡cómo es posible que la gente escriba y lea semejantes bodrios!; y otras en que se disfruta casi indecentemente, teniendo en cuenta lo que las personas pasan y se quejan en sus trabajos. Yo esto no lo digo mucho, claro está, que luego las envidias y las energías nefandas la acechan a una.
Últimamente disfruto de una racha de las “güenas, güenas”. He encadenado tres novelas de las que me apetece hablar. No voy a hacer fichas técnicas ni a dar muchos datos, porque eso no es lo que pretendo trasmitir en este blog, sino más bien la impresión recibida y lo que he aprendido.
La primera de ellas fue “Claraboya” de josé Saramago. No hay duda que ante este autor, hay garantías de profundidad de pensamiento y altura literaria, pero también tengo que reconocer que muchas veces me ha resultado su lectura demasiado “gris”, demasiado “triste” y, dependiendo del estado de ánimo de una, el permitirse estas “saudades” puede ser peligroso “en sobrepasando las dosis homeopáticas”. Sin embargo, en el caso de “Claraboya”, o bien a mí me pilló con la semana fotónica, o bien esta novela –sin ser una juerga, que está escrita por un portugués y hay que ser fieles a los tópicos- no trasmite esa sensación de pesimismo opresivo que yo he sentido con otras lecturas suyas.
José Saramago escribió “Claraboya” cuando tenía treintaiún años. Para quien no lo sepa –Yo hasta que no leí el prólogo no lo sabía-, la escribió por las noches, en sus ratos libres, quitándole horas al sueño. En esa época trabajaba como oficinista, aunque su profesión era la de mecánico. En su familia no había ninguna tradición universitaria ni intelectual, así que él se salía de la norma y buscaba su medio de expresión.
El joven Saramago entregó el original a una editorial que no se tomó la molestia ni de responderle aunque fuera un “no” cortés. Esto fue para él una grave desilusión, una espina clavada y una herida muy mal curada. Sólo casi veinte años después vieron la luz pública otras obras suyas, pero no esta. Sin embargo, por arte de birlibirloque –o más bien por la inexorable ley del karma, a la que pienso dedicar una entrada más pronto que tarde-, cuando nuestro autor ya pasaba de los setenta y tenía el premio Nobel en su casa, esta editorial, alegremente, se pone en contacto con él para decirle que tienen allí su original de “Claraboya” y que estarían encantados de publicarlo… Ahora… Claro… no me extraña… ¡Qué listos y qué audaces! Pero don José recuperó su texto y les vino a decir que ya quedaban otro eón con más tiempo, que este estaba muy “liao”. A decir verdad, eso es lo que les hubiera dicho yo, o tal vez algo peor. Yo no sé que dijo, pero sí sé que se negó a publicar la obra, con esa o con otra editorial. Incluso su mujer se llevó el montón de hojas y lo hizo encuadernar en piel, sin que él se enterase, en un esfuerzo por que él aceptara aquello, pero no sirvió de nada. Aquella desilusión no se le fue nunca, a juzgar por estos hechos.
Tras su muerte, con buen criterio, Pilar del Río da a la imprenta “Claraboya” y ¡bendita sea por ello! Es una novela magnífica. A mí es la que más me ha gustado de todas las que he leído de él. Es cierto que no es alegre, ni podría serlo, pero está llena de vida y de crítica social y de pensamiento, de profundo y sabio pensamiento. Ese joven Saramago ya tenía en germen ahí escrito todo su universo, sin pelos en la lengua y sin descaro a la vez. Trata la homosexualidad, el incesto, el desaliento, la soledad, el nihilismo, la pobreza, la prostitución, la explotación, el maltrato, el amor, la amistad, la mentira… Todo sin regodeos, sin exageraciones melodramáticas, con unos personajes redondos que están vivos desde la primera línea en que aparecen en medio de un escenario donde, sin hablar de la dictadura, se siente a cada página el peso de su presencia.
Todos conocemos el recurso de meternos en el universo de una comunidad de vecinos para mostrar un universo mayor. Desde las viñetas de “La rue del Percebe” –que mira que me gustaban-, hasta “Historia de una escalera”, pasando por películas y series de TV –actualmente insoportables en su mayoría-, las comunidades de vecinos son un asunto recurrente, así que hay que tener mucha maestría y mucho talento para sacarles partido y que no resulten un elemento “rechupeteao” y hasta vulgar.
Cuando lees “Claraboya” ves a los vecinos, sus caras, sus ojos, sus ropas; ves sus pisos pobres o con pretensiones; ves una Lisboa triste y desilusionada bajo el miedo y la depresión de la dictadura; y digo que lo “ves”, porque Saramago hace que “Claraboya” sea para el lector como esas películas españolas de los años cincuenta –me viene a la cabeza “la pareja feliz”-, donde todo se ve en tonos grises, pero algunos personajes se defienden del desaliento que lo invade todo. Si yo fuera productora o directora de cine, no lo dudaría, llevaría a este medio la adaptación de la novela, porque la película está hecha. Claro, el riesgo sería que, cada lector de “Claraboya” ya habría “visto” su propia película y todos sabemos lo que esto significa…
“Claraboya” es cabalmente eso: una claraboya desde la que vemos las vidas, los sentimientos y los pensamientos de otras personas, tan reales y tan vivas como nosotros, tan “nosotros” que podríamos ser tú o yo. Y ¡vete a saber!, hasta lo mismo lo somos, si alguien ha sido capaz de encontrar la claraboya desde donde mirarnos.
el comentario con el puntito del link me ha gustado mucho. saludos. sigo criando el bambu.
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