Amatista violeta (tanka y cuento)
LUCES OCULTAS
Tímida drusa
guarda un tesoro puro.
Corazón de luz
se muestra, e ilumina.
¡Deslumbrante grandeza!
En un revoltijo como el que hay en el cajón de mi almohada no podían faltar los «pinitos poéticos», con los que he tenido el gusto de no dar la brasa a mis abnegados amigos.
Muchos de mis haiku y tanka -que es en el único charco poético que me he metido hasta ahora- son de tema amoroso y erótico, así que me da cierto pudor extra el sacarlos del fondo del montón.
De momento hoy va el de la drusa con su color y sus luces violetas, porque, precisamente cuando estaba yo en estas revisiones «arqueológicas» -y de limpieza doméstica, todo sea dicho-, me encontré por la casa mi drusa de amatista (bastante sucia, por cierto) y, tras darle un buen fregado y ponerla a cargarse de fotones al sol del balcón, ha pasado a tener un lugar de poderío en el salón.
Esto del color violeta y de mi tendencia al fatalismo y determinismo en los temas de la escritura (que no en la vida, creo), me ha llevado también a recuperar un cuento de hace años (o eones): «La princesa que tenía que convertirse en color». Me parece que es de cuando tuve que leer los cuentos de rubén Darío y, como se dice cuando vas de viaje, «se me pegó el acento». Pero, por supuesto, nada más que eso.
Como no es muy largo, lo pongo a continuación:
La princesa que tenía que convertirse en color
La sombra se agitaba rápida y silenciosa dentro del recipiente biselado. Los ojos permanecían clavados en la superficie rugosa, sin poder parpadear, sin poder desviarse, sin poder entender el milagro de la sombra violeta en el frasquito. De pronto, un rayo de luz se reflejó en el tapón dorado, y la devolvió a la realidad inmediata. Era imposible saber cuánto tiempo había estado inmóvil, sentada sobre una pierna, que ahora le hormigueaba. No comprendía lo que había sucedido. Sabía que, por mucho tiempo que viviese, nunca podría comprenderlo. Nadie la había avisado de la fascinación del violeta, del halo de misterio melancólico que lo envuelve, de la suave y mortecina tristeza que irradia. Nadie la había avisado de su magnetismo. Se habían limitado a esconderlo, a apartarlo de sus ojos desde siempre. Pero el final era irremediable, a pesar de los cuidados de todos para que no encontrase la esencia. El encantamiento tenía un plazo, y este se había cumplido ya.
Al levantarse del almohadón, su velo rozó levemente el pequeño tarro, que había quedado al borde del escabel de plata. Ella, ni siquiera se dio cuenta de que el frasquito se había roto, ni siquiera se dió cuenta de que, poco a poco, todo se iba tiñendo del mágico color. Su fascinación era tanta que, solo cuando ella misma estuvo disuelta en el violeta, comprendió que aquel era su destino fantástico y eterno, que le habían estado ocultando.
(febrero de 1990)
Con un poco de suerte y si consigo quitarme tantos prejuicios y tanta autocensura, lo mismo logro soltar yo también algún destello violeta, como la princesa del cuento. Aunque ya tengo claro que a mí no me va a venir de rositas como a ella…
Creo que por entonces para mí este cuento era una metáfora del hallazgo del Amor, o mejor de la irrupción del amor en la vida como algo fatal, grandioso e inevitable -exagerada que era una… y es-.
Lo que sí que sé ahora es que este es un color de esos que simbolizan o evocan el cambio, la trasmutación y la espiritualidad, todas ellas cosas que no me venrían nada, pero que nada mal en una dosis un poco mayor de la que ahora tengo en mi vida.
Y, cuando se siente el amor y la fatalidad, La música de Wagner en “Tristán e isolda” es puramente eso.
Trackbacks & Pingbacks