Reencuentros
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«La compasión es mucho más noble y grandiosa que la lástima. La lástima tiene sus raíces en el miedo y en una sensación de arrogancia y condescendencia, a veces incluso en una complacida sensación de «me alegro de no ser yo». Dice Stephen Levine: «Cuando tu miedo toca el dolor de otro, se convierte en lástima; cuando tu amor toca el dolor de otro, se convierte en compasión». Entrenarse en la compasión, pues, es saber que todos los seres somos iguales y que sufrimos de manera semejante, es respetar a los que sufren y saber que no es uno distinto de nadie ni superior a nadie«.
Para comenzar esta entrada, después de tanto tiempo sin publicar en el «Cajondesastre», lo mejor es transcribir la cita que me ha impulsado a hacerlo, si bien es cierto que salvo esto, copiarla literalmente, no se me ocurre nada que añadir. Estoy tan de acuerdo y está tan bien dicho, que huelgan los comentarios.
Se trata de una cita de «El libro tibetano de la vida y de la muerte» de Sogyal Rimpoché. Podría decir que lo estoy releyendo, pero más bien lo estoy leyendo, porque, aunque hace años que pasé por sus palabras, ellas no debieron de pasar mucho por mí. Y es que casi no me acuerdo de nada de las múltiples y valiosas enseñanzas que estoy extrayendo ahora de él. Sin embargo, aunque resulte paradójico, puedo decir sin faltar a la verdad que me gustó y me marcó. Comprendí que ahí había algo importante, mucho antes de entenderlo. Y tengo que reconocer que no es la primera vez que me pasa algo semejante con un texto. Recuerdo esa misma sensación con «Altazor» de Vicente Huidobro: mucho antes de saber qué me decía sentí que me lo estaba diciendo.
En estos casos creo que, de entrada, no entiendo los textos sino que los «digiero». Me explico: cuando yo estudiaba lingüística en la facultad de Filología de la Complutense, tuve una profesora de Teoría Literaria -de cuyo nombre no logro acordarme-, que decía que los libros no se leen con el cerebro, sino con las tripas, que hay que digerirlos e incorporarlos. a mí me parece que esto es cierto, y no se figura ella las veces que la he citado sin citarla. Pues bien, con «El libro tibetano de la vida y de la muerte» debió de pasarme algo así como que lo digerí sin masticar en absoluto y con «Altazor» tuve que hacerlo a posteriori, a raíz de cierto «desafío» tácito con el que fue mi director de tesis, Jesús Benítez, pero esta parte del cuento ahora no viene mucho al caso.
En fin, que un Resultado inmediato de la incorporación intuitiva de la enseñanza de Sogyal Rimpoché es que, desde entonces, llevo siempre conmigo impreso de algún modo el mantra de Padmasambhava tal y como lo transcribe nuestro rimpoché en esta obra:
«OM AH HUM VAJRA GURU PADMA SIDDHI HUM» pronunciado «Om Ah Hung Benza Guru Pema Siddhi Hungú».
¿Por qué lo hice y lo sigo haciendo? Entonces no tenía ni idea y, además, tardé bastante en interesarme por buscar su significado. No sé qué me atrajo de él ni qué me hizo sentirlo como tan importante, pero ahí estuvo y aquí lo tengo. Es más, en alguna ocasión lo he «regalado» como un precioso bien (y mi sobrino Jorge, si leyese esto, sabría a qué me refiero).
Por otra parte, años después y por vericuetos extraños, llegué a interesarme conscientemente por el Dzogchen (¿o debería decir reencontrarme?) y a devorar todo lo que caía en mis manos que tuviera que ver con estas enseñanzas. Sin embargo, en ningún momento recordé que este libro responde a esa vía y que estaba dando vueltas entorno al mismo punto desde antes de pretenderlo.
Es decir, el Dzogchen, la vía de la autoliberación estaba rondándome antes de que yo la rondase a ella. Estas son las cosas que me devuelven a la idea de que solo se ve lo que se puede comprender. Yo me puse el traje de exploradora para sumergirme en la selva de las enseñanzas del budismo tibetano, en busca de la ciudad perdida del Dzogchen, porque oí hablar de ella a dos personas que considero mis maestros en muchos aspectos: David Ventura y Bill Palmer. ambos fueron mis profesores de Shiatsu, pero con ellos siempre aprendí mucho más. Lo que quiero decir con todo esto es que, aunque ellos mencionasen la importancia de estas enseñanzas para su planteamiento de la relación terapeuta-cliente y, más aún, para los principios del Shiatsu y Movimiento, que Bill creó y que ellos practican y enseñan, no lo hicieron más que de pasada y dudo que haya habido muchos compañeros que se tomasen tan a pecho como yo el encuentro de «esa ciudad oculta» (¿encuentro o regreso?).
Mirándolo así, uno tiene la sensación de que da vueltas sobre el mismo punto o, más bien, que el tiempo y el espacio carecen de importancia real. Por ejemplo, la primera vez que me encontré con ese planteamiento fue al leer «There are more things» de Borges. En este relato, El cuarto de los incluídos en «El libro de arena», el narrador reflexiona ante su propio extrañamiento:
«… El comedor y la biblioteca de mis recuerdos eran ahora, derribada la pared divisoria, una sola gran pieza desmantelada, con uno que otro mueble. No trataré de describirlos, porque no estoy seguro de haberlos visto, pese a la despiadada luz blanca. Me explicaré. Para ver una cosa hay que comprenderla. El sillón presupone el cuerpo humano, sus articulaciones y partes; las tijeras, el acto de cortar. ¿Qué decir de una lámpara o de un vehículo? El salvaje no puede percibir la Biblia del misionero; el pasajero no ve el mismo cordaje que los hombres de a bordo. Si viéramos realmente el universo, tal vez lo entenderíamos».
Hace más de dos décadas que leí esto, fue incluso antes de toparme con el libro de Sogyal Rimpoché, y se me quedó profundamente grabado. Después de tanto tiempo, he tenido que ir ahora a buscar la cita exacta, pero recordaba nítidamente el ejemplo de las tijeras.
Puede sonar extraño, pero creo que mi primera aproximación al estudio del budismo fue gracias a Borges, a sus planteamientos sobre la mente y la fenomenología. En ese mismo grupo de relatos, otro de los cuentos, «Ulrrike», contiene otra frase que ha estado presente en mi pensamiento desde entonces:
–Yo querría que este momento durara siempre -murmuré.
–Siempre es una palabra que no está permitida a los hombres -afirmó Ulrica y, para aminorar el énfasis, me pidió que le repitiera mi nombre, que no había oído bien.
A mis ventipocos años ese «siempre es una palabra que no está permitida a los hombres» se me quedó fijado como a fuego. A través de la literatura, como tantas veces en mi vida, me di de bruces con el concepto de la impermanencia, tan importante en la fenomenología budista y en la percepción de la realidad tal cual es.
Y, siguiendo con los hallazgos (o los reencuentros), en «Metáforas de las Mil y Una Noches» Borges acude a una imagen que me introdujo a otros dos importantes aspectos del budismo: la carencia de autoexistencia de los fenómenos y la ley del karma.
«… La segunda metáfora es la trama
de un tapiz que propone a la mirada
un caos de colores y de líneas
irresponsables, un azar y un vértigo,
pero un orden secreto lo gobierna.
Como aquel otro sueño, el Universo,
el Libro de las Noches esta hecho
de cifras tutelares y de hábitos:…»
La «digestión» de estos versos (cuya cita exacta también he tenido que buscar porque estaban flotando por el espacio de mi mente) dio como resultado que me plantease la posibilidad de que las casualidades que llamamos tales no sean más que pura causalidad, que a veces se manifiesta de manera palpable. No es azar lo que une los hilos y los colores de la vida, es la ley de causa y efecto, es el karma. Esto es lo que yo pienso y siento como cierto.
Llegados hasta aquí, cabría preguntarse: ¿la literatura me condujo al budismo o lo traía yo ya «de serie»?
Inevitablemente me inclino por lo segundo, de otro modo habría que pensar que la mayoría de los lectores de Borges terminan identificándose con las enseñanzas del budismo, y me da que no va a ser así…
Podemos entender lo que podemos ver. Leemos un libro y podemos digerir lo que nuestro sistema de absorción puede integrar. Ayer mismo un amigo me decía que había leído en «1984» que el mejor libro es el que dice lo que ya sabemos. Quizá todo esté ya dicho y la literatura sea un gran palimpsesto. Y otra vez tengo que volver a Borges.