De trapos y de letras (4)
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En esta cuarta entrega seguimos con Concha, que pudo salir adelante recién enviudada, gracias a una vitalidad extraordinaria y a sus buenas artes de imaginación y creatividad con el hilo y la aguja. Cosía muy bien y –no lo olvidemos- sabía hacer todos los complementos “al consonante”: casquetes con velito, sujetadores con relleno, cinturones interiores con volantes para simular caderas rotundas en las novias escurridas, bolsitos, etc. Tenía buen gusto, sacaba mucho de poco y sabía satisfacer a sus clientas, poniéndoles y quitándoles de aquí y de allá. Así que, aunque tampoco la hicieron emperatriz de Lavapiés, se hizo un sitio en ese barrio con la costura. Antes no había tiendas de ropa como ahora y las mujeres iban a la modista para que les hiciera una batita de diario o un traje de vestir o el de novia (que es en lo que ella acabó especializándose, en estos últimos y en los vestidos y complementos de fiesta).
Durante la guerra y la posguerra el hambre era un plato muy corriente, así que no creo que hubiera demasiadas señoras dispuestas a hacerse trajes, pero las que no eran tan “señoras”, las que malvivían de su cuerpo antes, durante y después de la guerra, sí que acudían a hacerse algún trapito. Especialmente las que ejercían por allí cerca, en la zona de Lavapiés próxima a la plaza del Progreso, la actual Tirso de Molina, y durante años se convirtieron en asiduas clientas fijas de mi abuela.
Pero, bueno, Madrid pasó la guerra como todos sabemos, que la literatura y el cine ya nos lo han contado hasta la saciedad, y en medio de eso hubo muchos dramas, mucha necesidad, y entre esos muchos estaba Concha y sus cuatro hijos, viuda y huérfanos del enemigo. Por eso, o por lo que fuere, mi abuela se “enroló” con un capitán republicano, extremeño, casado y con hijos en su pueblo. Los tiempos no eran de pensarse mucho las cosas y tal vez un capitán pudo significar comida y protección para ella y los críos. La guerra duró tres años y dio tiempo a que naciera mi tío Pepe, resultado de aquella unión ilícita y, para muchos, pecaminosa.
Concha es diestra, tiene el pulso firme, apunta, parece que va a dar en el blanco, pero… siempre… en el último segundo algún hado atravesado le mueve la diana e indefectiblemente falla el tiro. Los buenos pierden la guerra, ganan los malos y otra vez ella se encuentra vinculada con el hombre equivocado, que ya es mala pata. Y, para mala pata la del capitán, que se ha quedado cojo en acto de servicio. Ahora Concha sí que la ha hecho buena: tiene cinco hijos y un excombatiente cojo y republicano. “¡Estupendo!” Hay que hacer algo, porque estamos peor que empezamos, que ya es difícil. El asunto pinta horrible. Con que concha pone a su capitán -que ya no lo es- en un tren, y lo manda a su pueblo con su señora y sus hijos. Es una boca y un lío menos, pero a la gente no se le olvida nada reprochable con facilidad, más aún en tiempos de “sálvese quién pueda”.
Lo mejor será volver ahora al escenario donde reinó su marido. Ellos han ganado la guerra y ella y sus hijos tienen que tener derecho a la herencia, a ese montón de fincas y bienes que eran de Zacarías. Pero, mira tú por dónde, resulta que no. Concha se arma de valor y se va a Fuenlabrada a reclamar lo de sus hijos y lo suyo, pero, ¡cá!, Ella es una mala mujer, una cualquiera, un zorrón que se ha liado con un rojo, además. Esas honradas (y paletas) mujeres del pueblo de Fuenlabrada , garantes de la moral cristiana, la decencia y las buenas costumbres, quieren raparle la cabeza, darle aceite de ricino, escarnecerla públicamente y, sobre todo, lo que todos querían era despojarla de su patrimonio. Así que tiene que salir huyendo del pueblo porque esas almas sencillas la echan a pedradas, literalmente. Vuelta ahora a Lavapiés sin posibilidades de reclamar ante la fuerza bruta y la rémora de un pasado equivocado, innegable e ineludible.
Pero una de las mayores virtudes de mi abuela concha es que no se paraba a sufrir. Como Scarlett O’Hara recurría al “mañana lo pienso, porque, si lo pensara hoy, me volvería loca”. Y así iba echando problemas por la borda, dejando cuentas por pagar en la tienda y desparramando salero y simpatía para que se lo aguantasen. Y vaya si se lo aguantaban.
De letras
María, la bisabuela que se volvió a Madrid tras quedarse viuda, tenía en común con Concha el poco acierto con los hombres, por decirlo de alguna manera. También compartían la característica de ser mujeres bellas, aunque de bellezas muy distintas. Mientras que Concha era arrebatadora y racial, muy sexy -diríamos ahora-; María era de rostro fino y de figura menuda y delicada, como la de una dama decimonónica de estilo apacible y sereno, que reflejaban bien su forma de ser. María Caballero, aunque pastora, no era de maneras vulgares ni tampoco carecía de cierta instrucción. Como ya dije, su padre era el maestro en Vianilla de Jadraque. Es posible que esto mismo fuera lo que le hizo no conformarse con un destino restringido a un pueblo pobre y minúsculo en la Alcarria. Como Concha, sabía que podía aspirar a más y lo intentó yéndose a trabajar a Barcelona; y lo logró en parte con su boda; y, como Concha, lo perdió por las convulsiones sociales y políticas de la época que le tocó vivir.
Sin embargo, las adversidades y el trabajo duro no mermaron su dulzura de carácter y su sensibilidad. Lo que contribuyó a convertir a Concha en una mujer astuta y cínica, con un sentido del humor irónico y descarado; fue el pilar en que se basó la fe religiosa de la dulce María, fiel devota de la virgen.
Los bálsamos religiosos con los que ella se conformaba, con los que se embadurnaba las heridas vitales, fueron el principal legado que dejó a su nieta –mi madre-, mercedes (tan guapa y tan dulce en esta fotografía, como ella era).
Coser fue la vida de Mercedes, su “hilo conductor” –nunca mejor dicho-, porque condicionó sus pocas relaciones sociales, especialmente su matrimonio. Conque, una vez más en esta verídica historia, los trapos y las letras, los hilos de nylon y algodón y los de las letras de la trama vital, se lían y se enmarañan formando nudos de esos que te vuelven loca cuando estás devanando una madeja rebelde.
En fin, tanto por influencia de su madre -la analfabeta abuela Pepa que paradójicamente se gastaba lo que no tenía en kilos de libros comprados al peso en El Rastro-, como por su abuela –la pastora hija del señor maestro alcarreño-, Mercedes adoraba la lectura y los libros la han acompañado y acompañan hasta hoy mismo. Gracias a eso, a ese amor a la lectura que ella me “inoculó” desde mi más tierna infancia, yo soy lo que soy ahora, y me enorgullezco de ello y se lo agradezco profunda y amorosamente.
Pero, de nuevo con María, antes de convertirse en abuela o bisabuela, según desde dónde se mire, era una mujer hermosa, educada y fina, que pudo casarse con un hombre de buena posición y hacer un papel más que digno en esa película. Tan digno que, cuando él murió, dentro de esa trama y con esos personajes, ya no podía volver a ser personal de servicio, como de ella se pretendía, y optó por venirse a Madrid.
Su segundo marido lo conoció aquí, en el Foro. Apolinar RodríguEz, Poli, era un castizo de los pies a la cabeza. El tipo de hombre ingenioso y retrechero, que tenía por fuerza que resultar cautivador especialmente para una mujer sola y melancólica. Porque María, como mi madre, tenía algo de dama decimonónica, algo de espíritu refinado pero poco vitalista, y ese tipo de mujer o, mejor dicho, ese tipo de persona necesita apoyarse en la alegría y la decisión de otros seres más directos, más positivos y terrenales, con risas casi tangibles y acciones resolutivas. Verdad es que María, igual que mi madre, no pudo vivir de acuerdo con esa condición de dama delicada que borda en su jardín y lee novelas en la galería a la caída de la tarde; ambas tuvieron que trabajar y enfrentarse a un mundo ordinario y grosero, pero las dos tuvieron a su lado sendos hombres alegres que las adoraban. Es cierto que, de todas todas, a mi madre le salió mejor, porque Antonio, mi padre, aún sigue adorándola cada día y, desde el punto de vista práctico, nada tiene de parecido con Poli. Este fue muy simpático y alegre, pero trabajar, lo que se dice trabajar… María tuvo que arrimar el hombro por los tres, y conformarse con un hombre que la hiciese reír a ella, a su niño y luego a sus nietas. María y Poli fueron felices y no anduvieron mal de suerte, porque, como ella se manejaba bien con las letras y las cuentas, durante años estuvo trabajando de ama de llaves-recepcionista-administrativo-asistenta en un consultorio médico de la avenida de la Albufera, muy cerquita del Puente de Vallecas. Allí, como ya dije, nació mi madre, porque por entonces Paco y Pepa vivían con María y su marido. El piso era enorme, con varios balcones a la calle y en él se reservaban un par de habitaciones para vivienda de quien se ocupase del consultorio. No era un mal trabajo, desde luego mucho mejor que servir en una casa y no había que pensar en gastar en alquiler ni nada parecido. Así que, después de todo, no les iba tan mal en aquel primer piso de balcones verdes, que, cuando terminaban las consultas, era entero para ellos solitos.