Kamita, el sauce
Hay cosas que no se las dice uno ni a sí mismo, porque creemos que es mejor así, que si cerramos los ojos y nos tapamos los oídos dejarán de existir. Eso es lo que le pasa de entrada a Kino, el personaje protagonista del cuento del mismo nombre, incluído en «Hombres sin mujeres» de Haruki Murakami.
Kino se queda helado cuando un día llega antes de tiempo de un viaje de trabajo y descubre, al abrir la puerta de su habitación, a su mujer y su amigo allí juntos. Digo que se queda helado porque realmente parece ser así. El espacio cálido y acogedor donde guardaba su corazón, su kokoro, dicho en términos japoneses, queda desierto cuando ese kokoro se le hiela, o se le seca, casi sin que él se dé cuenta, anestesiando así el dolor, creyendo dar esquinazo al sufrimiento. Kino reacciona como si nada, casi como si aquello ni fuese del todo con él. Como única iniciativa da la espalda a su vida anterior: deja su casa y el trabajo con el que se sentía a gusto y acepta la propuesta de su tía de hacerse cargo de la cafetería que ella llevaba hasta que los achaques se lo impidieron.
En un tranquilo rincón del bullicioso tokio, junto a un sauce centenario, la tía de Kino tenía una casita cuya primera planta había convertido en cafetería y la segunda en vivienda. Kino transformó el negocio y lo puso a su gusto, de acuerdo con el espacio cálido y acogedor donde albergaba antes su corazón. Luces suaves, comida ligera, jazz elegante reproducido en decadentes vinilos… Kino reproducía allí su espacio ideal para estar bien, sin importarle demasiado si alguien se acercaba a compartirlo. En todo caso era un lugar especial y acogedor, así que alguien llegaría tarde o temprano.
Y así fue. Y eso es lo que da a «Kino» un aire de realismo mágico impregnado de shinto.
Primero se ovilla en una balda combada la gata gris que le abre la puerta al mundo de afuera y que él siente como protectora. A partir de haí, los personajes que llegan al garito de Kino vienen atraídos por ese espacio donde esconder sus corazones. son seres ambivalentes que guardan sus Kokoro en lugares especiales como aquel, que él a construído como una cálida y protegida madriguera, donde falta un corazón: el suyo.
Pero, para mí, hay un personaje todavía más importante, el que marca el eje de la trama, el que da la clave de lo que está sucediendo por debajo de la realidad más evidente,: Kamita. «Kami-Ta», De «Dios» y «arrozal», tal y como insiste él mismo al nombrarse, se comporta como un kami protector, con las limitaciones propias de los kami, porque estos, por mucho que traduzcamos la palabra como «Dios», no equivalen a ese concepto nuestro tan grandilocuente de «ser todo poderoso». Kamita no es así. No puede ser así. Aparenta ser un hombre joven, pero tiene la templanza y la serenidad de un centenario… ¿Tal vez como el sauce del jardín que vigila la casa? ¿Tal vez por eso lleva mucho tiempo viviendo en ese barrio? Puede ser que la sabia tía de Kino pidiera al kami protector de la casa que vigilara a su desvalido y triste sobrino. es posible también que este protector se viera obligado a convertir en serpientes a esos seres, ambivalentes como ellas, que querían ocupar y esconder sus corazones en la acogedora y recoleta madriguera de Kino, como peligrosos parásitos emocionales.
No pretendo desbaratar el extrañamiento shinto que impregna estas páginas con una interpretación crítica, sino aportar una lectura que dé quizá una dimensión al cuento más allá de la trama tan prototípicamente Murakami que en principio tiene. Aunque, bien pensado, ¿se puede encontrar algún relato, alguna novela de Murakami donde no exista este extrañamiento?
Tengo que confesar que me gusta abrazar y sentir los árboles. Creo que tienen emociones, memoria e inteligencia, y yo así lo siento. Tal vez por eso me he enamorado de Kamita, de su presencia vigilante y silenciosa, protectora y mágica, que invita a recogerse entre sus ramas, esconderse y dejarse acariciar delicadamente por sus hojas mecidas por la brisa. Siempre me han gustado los sauces, precisamente por ese aire un poco melancólico de sus ramas, que se inclinan hasta el suelo con delicadeza y languidez. Ese mismo aire que tiene Kamita, con su larga gabardina, su whisky y su grueso libro, sentado en el último rincón de la barra, bajo el tiro de la escalera, recogido en sí mismo, como las ramas del propio sauce.
Sin embargo, nada puede evitar que Kino tenga que enfrentarse a su vacío. Kamita solo puede avisarle de que se vaya, de que huya antes del próximo aguacero, porque él ya no podrá evitar… ¿qué? ¿Que un corazón de un ser ambivalente como la joven masoquista anide en su pecho vacío?…
No se sabe, pero se presiente, y Kino comprende que Kamita tiene razón y sí huye, aunque eso no evite que tenga que enfrentarse al desafío de llenar de nuevo su pecho con su propio corazón, palpitante de dolor, enfrentándose al sufrimiento.
Por eso, al final, no vale la pena engañarse: el dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional, sobre todo si un Kamita nos vigila, nos protege y podemos sumergirnos en la calmante y misteriosa penunmbra de sus verdes ramas lánguidamente acariciadoras.