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«19 de noviembre» («Nadie nunca»)

18 18Europe/Madrid julio 18Europe/Madrid 2021

***

Este cuento lo escribí en noviembre de 1989. Trata de la muerte de una joven misteriosa, que no se sabe muy bien quién es y que no parece saber que está muerta.
Es un escrito de juventud, con muchas carencias y errores, pero he querido recuperarlo porque incluso tantos años después me sigo identificando con su tono y con la manera de ver el mundo que está detrás de sus palabras.
En aquel momento lo titulé “Nadie nunca”, pero hoy lo llamaría “19 de noviembre”. Esta fecha para mí tiene algo fatídico. La elegí entonces para el cuento porque una mañana, tras una pesadilla que no recuerdo, me desperté escribiéndola en la sábana con el dedo y con la sensación de que cada año ese día debía de andar con más precaución.
Aquello me impresionó hasta el punto de dar pie a este cuento que comparto hoy.

***

19 de noviembre

Cuando salió de casa, todo quedó en perfecto orden. Justo antes de cerrar la puerta, se miró en el espejo de la entrada, para asegurarse del buen efecto que le causaría su imagen.
Acababa de decidir cuál iba a ser en adelante su actitud. Después de darle vueltas durante días, llegó a la conclusión de que era inútil esperar más.
Dio un portazo y bajó la escalera taconeando. Al salir a la calle, encaró el frío seco de noviembre y la luz gris de la tarde. Entonces se sintió aún más fuerte.
Subió al coche segura de que le daría tiempo de encontrarle todavía en el despacho. Sin embargo, no fue así. Cuando llegó, él ya se había marchado.
Se quedó sin saber qué hacer. Estaba extenuada por la tensión y el esfuerzo inútiles.
Se apoyó con el codo en el pomo de la puerta y esta se abrió. Asomó la cabeza, vio el teléfono y no lo dudó un instante…

***

19 de Noviembre

En cuanto llegué a casa, viendo la puerta entreabierta y aquel desorden, comprendí que había vuelto a suceder. Pero esta vez ni se me ocurrió dónde podría haber ido. Busqué entre sus cosas y lo único que eché de menos fueron las zapatillas de deporte. Porque, la verdad, yo de aquellos vaqueros viejos con que la encontraron, ni me acordaba y, menos aún, de la camiseta aquella que me ponía yo para hacer chapuzas…
Tuve la certeza de que había recaído. Me quedé como un tonto, sin saber qué hacer.
Dudé en llamar a tu casa, por si le habría dado por irse allí. Pero luego pensé que, si ella llegaba en el estado en que yo suponía que estaba, tus padres me avisarían enseguida y, si no se había marchado con vosotros, lo mejor era no preocupar a nadie…
Aunque eso tus padres no lo entenderán nunca y no me lo van a perdonar…
No. Espera. Déjame seguirte contando porque quiero que, por lo menos tú, me creas.
Cuando me acordé del coche, el presentimiento de lo que podría haber sucedido me heló la sangre. Bajé corriendo a la calle y vi que el sitio donde yo había aparcado estaba vacío…
¡Dios mío! ¿Cómo se le ocurrió? Te juro que jamás le dejé tocar el volante. ¿Cómo iba a hacerlo, si sabía que ella no podía ni debía conducir?…
Hoy hace un año que murió y aún me da la impresión de que va a ir a buscarme. Porque estoy seguro de que cogió el coche para eso. Quería llegar antes de que me fuera y encontrarme todavía en el despacho. Seguro que se sintió mal y me necesitaba.
(…)
Por favor, coge tú el teléfono y di que no estoy. No tengo ganas de hablar con nadie.

***

22 de Diciembre

Hoy, antes de ponerme a escribir, he estado ojeando todo lo anterior y me he dado cuenta de que, precisamente tal día como hoy, hace un año que comencé este diario, al que cada vez acudo con menos frecuencia, seguramente porque poco a poco voy superando la pena y la decepción del 22 de diciembre del año pasado.
Entonces hacía poco más de un año que la niña tuvo el accidente y que Javier se recluyó en su cómodo mundo, dejándome definitivamente sola.
Porque con el chico nunca pude contar para nada. Hasta tal punto que, el día del aniversario de la muerte de su hermana, estando su padre de viaje y yo enferma, se marchó desde las ocho de la mañana hasta las doce de la noche.
Para colmo, después me enteré de que estuvo todo el tiempo con el canalla ese que vivía con mi Inés, que tuvo la culpa de todo.
Ella ya se había recuperado, pero tuvo que marcharse con él. Con ese sinvergüenza que acabó por desequilibrarla definitivamente. Siempre hablándole de tonterías y metiéndole pájaros en la cabeza, complicándole la vida.
El médico me lo dijo bien claro: «Señora, su hija está recuperada, dentro de lo posible. Pero usted ya sabe… Tiene que llevar una vida lo más tranquila posible. Puede seguir estudiando, pero, poco a poco, sin excederse. ¡Con lo bien que estaba ella aquí con nosotros! No le faltaba de nada y nadie le impedía que hiciese lo que quisiera.
La niña ya estaba bien, pero se tenía que cuidar. No debía ponerse nerviosa ni cometer excesos. Yo la tenía aquí tan tranquila, hasta que a su hermano le dio por decir que se estaba entonteciendo, que ya llevaba aquí dos años metida y que ya era hora de que hiciese “algo”.
Un día, sin decirme media palabra, se fue con ella al psicólogo y volvieron diciendo que les había dicho que lo mejor que podía hacer era empezar a «moverse por su cuenta».
A partir de ahí fue el desastre completo. Se empeñó en matricularse para terminar la carrera y ¡venga de visitas al psicólogo!
Yo me lo empecé a imaginar. Se lo dije a Javier: «mira, esta chica ya está bien. No sé a qué viene tanto interés de psicólogo».
Pero este hombre nunca me hace caso. Nunca se entera de nada. Ni me contestaba. No despegaba la nariz del televisor.
Así que el día que vino diciendo que se iba a vivir con él yo, aunque ya me esperaba algo, me quedé helada porque no creía que la cosa fuese para tanto. Encima, a Javier no se le ocurre otra cosa mejor que soltar que: «un hombre a punto de jubilarse es demasiado mayor para ella, ¿pero qué vamos a hacer? Si ella lo quiere…»
Le hubiese matado cuando lo dijo, pero ni le contesté.
Javi no podía hablar de la risa que le entró, mientras Inés explicaba que no era con el psiquiatra con quien se iba, sino con el psicólogo, con Ramón.
Claro, Javier lo había estado confundiendo todo el tiempo. ¡Es que nunca escucha cuando le hablo!
Y ahora todavía menos. Desde que murió la niña tampoco yo le hablo. ¿Para qué? ¿Para que me dé la razón como a los locos cuando le digo que la culpa de todo la tiene el tipo ese?
Prefiero no acordarme porque me desespero y me entran ganas de ponerme a gritar.
De todos modos no puedo evitar preguntarme mil veces por qué lo hizo. Él tuvo la culpa seguro, aunque además hubiera alguna razón concreta que empujase a mi Inés ese día a hacer lo que hizo. Ese secreto mi niña se lo ha llevado a la tumba.

***

Ha pasado demasiado tiempo para poder reconstruir aquel 19 de noviembre, que marcó la vida de todos nosotros. Sin embargo, es necesario intentarlo, la duda nos está minando a todos, uno por uno. Mis padres, Ramón y yo intentamos sentirnos inocentes, pero sabemos que no lo somos.
Por eso me dediqué a escribir, para poner en claro las ideas y ordenar los recuerdos antes de que acaben de deformarse por completo.
Inés era cinco años mayor que yo. Desde siempre la admiré porque era eso que llaman «un mirlo blanco»: guapa, inteligente, desenvuelta, agradable… Lo tenía todo para resultar encantadora y, por supuesto, lo era.
Recuerdo cuando íbamos juntos al colegio lo mal que yo lo pasaba. Ella siempre era el centro de atención y Javi el renacuajo que la seguía a todas partes
como un perrito faldero.
En casa para mi madre Inés era el ejemplo de la perfecta niña buena, educada y estudiosa. Mientras que de mí no es que pudieran decir que fuera malo ni vago, pero a su lado cualquiera de mis méritos resultaban ridículos.
Sin embargo, contra lo que podría esperarse, nunca la odié, ni tampoco la envidié porque, a medida que me iba haciendo mayor, me daba cuenta de que Inés no era feliz y, de alguna manera, intuía que no lo iba a ser nunca.
Luego, cuando yo me sentí ya un hombrecito, la vi más pálida, más rubia y más delgada. Sentí que tenía la obligación de protegerla. Aunque luego me di cuenta de que era inútil. Ella no necesitaba mi protección, porque no podía pasarle nada que ella no quisiera que le sucediese.

***

Cuanto más la miro, más me doy cuenta de que esta cría no es normal.
Pero ¿a mí que me importa? Sí, muy lista, muy guapita, muy rubita, pero tiene algo raro…
Ahora que a mí me da lo mismo. ¿No comes? Pues no comas. ¿No te ríes? Pues no te rías. ¿No hablas? Pues no hables…
Estoy harto de monsergas de esta mujer. Un día me va a inflar las pelotas y le voy a decir que le vaya con el cuento al chulo que se la hizo. Porque está claro que esta «medio tísica» no es mía.
El chico sí. Ese se nota que es mío. Es mi vivo retrato, quizá más moreno todavía que yo, pero algo tenía que haber sacado de su madre que, la verdad sea dicha, parece la mujer del moro Muza.
¿Por qué me casaría yo con esta puta histérica? ¿Cómo no me daría cuenta?
Cada vez que me acuerdo…
Parece de chiste. Me voy a trabajar a Alemania como un gilipollas y, cuando vuelvo, me encuentro en casa con una cría de meses, y la Isabel que no me había dicho ni media, y además que quiere que me crea que se la encontró una noche en el zaguán cuando salió a tirar la basura.
¡Es que eso no se lo cree nadie! Ni el más idiota se lo traga.
¡Después de dos años trabajando como un burro!
Y encima todavía se queja de que me volviese a marchar. Lo que no entiendo es cómo volví con ella y con la mocosa.
Bueno…, ella fue la que me sacó del lío del bar. Y es que sin mano de obra de confianza no se puede hacer nada y menos en un pueblo de ladrones como era aquél.
Por eso me tuve que venir para acá con ella. Tenía aquí su plaza de maestra ¡Que vaya usted a saber cómo la consiguió! Yo no tenía otro árbol donde ahorcarme.
Además a la Isa le vino bien, porque si no, a ver qué habría sido de dos mujeres solas.
De todas formas tengo que tener cuidado porque parece que al chico, como me descuide, me lo amariconan entre las dos. ¡Y por ahí no paso!

***

29 de Diciembre

Otro día más contando en este cuaderno todo lo que siento. Ya no puedo resistir más tiempo la angustia del recuerdo y la soledad en que vivo.
Desde que murió Inés mi vida se ha quedado vacía. Solo me queda un hijo que hace en casa vida de huésped realquilado y un marido que es un extraño, cada día más bruto, al que no sé si quiero, y casi es mejor no saberlo…
He reflexionado mucho sobre si lo mejor para mí sería marcharme y dejar a estos dos que se las arreglen como puedan. El padre y el hijo en el fondo son iguales. A ninguno de los dos les importo lo más mínimo. Los dos viven a mi costa y se aprovechan de mí cuanto pueden.
¡Maldito día en que volviste, Javier! Vino derrotado. Yo, como una estúpida, le acogí de nuevo, después de que me había dejado sola con la niña, me humilló y me trató como a una cualquiera.
Nunca creyó la historia de que la encontré. Nunca confió en mí. Prefería dar crédito a la gentuza que le hablaba mal de mí, diciendo que yo sólo iba al pueblo en verano y que en los inviernos «¡Vaya usted a saber, en la ciudad, con el marido en el extranjero…!»
Antes de irse Javier no era tan así, Alemania le embruteció. Pero fue todavía peor cuando volvió después de haber tenido el bar, porque además de bruto se había vuelto mentiroso, vago y sinvergüenza.
Me engañó. ¡Vaya que si me engañó! Me dijo que me creía, que me quería y que me necesitaba, que había cambiado. Y, desde luego, las dos últimas cosas eran verdad.
Después ya se puso enfermo, aunque creo más bien que era cuento para no trabajar. Pero, con tanto fingir, Dios le castigó con una verdadera enfermedad.
Así que ahí está, convertido en un inválido, en un tirano que ni siquiera me escucha cuando le hablo.
Menos mal que Javi se paga sus estudios y sus cosas. Aunque no sé de dónde lo saca y la verdad es que ni me importa. Sé que robar, no roba -no llegaría a tanto- y, si le pregunto, no me va a contestar, solo por el placer de dejarme con la duda, como me hacía al principio, cuando todavía intentaba que viese que me interesaba por sus estudios, por sus problemas… No era por controlarle, como él pensaba. ¡Bien sabe Dios que no era por eso!
Pero da lo mismo, lo de Javi tampoco tiene solución.
Me quedé sin lo único que quería de verdad, aunque no fuera realmente mío, y no tengo fuerzas ni para irme, ni para quedarme… La verdad es que no las tengo ni para vivir.
Ella era tan débil y tan fuerte, tan mía y tan de nadie, que a veces me parecía que no necesitaba ni nada ni a nadie. Otras veces la veía tan ajena a todo, incluso a los peligros, que parecía que necesitaría siempre a alguien velando a su lado.
Recuerdo el día en que se levantó hablando a una velocidad increíble. Ninguno entendíamos nada de lo que decía, hasta que se quedó dormida y se despertó sin acordarse de nada.
Pero fue aún peor la mañana que me levanté y me la encontré sentada en el suelo, desnuda y con la mirada perdida. Ninguno pudimos levantarla, ni siquiera moverla. Era como si se hubiera quedado pegada al suelo y pesase toneladas. Hasta que, después de estar así tres horas, se levantó, se vistió y me dijo, en un tono en que nunca me había hablado, que se iba lejos porque no nos aguantaba más y tenía muchas cosas urgentes que hacer. Pero entonces yo supe que esa no era ella de verdad, que tenía un desequilibrio transitorio y todo volvería a ser como siempre. Mi niña sería otra vez mi niña…
Pero nada sucede exactamente como uno quiere.
Ella se curó y se volvió a marchar, aunque no del todo, porque yo seguía sintiendo su compañía y aún la siento.

***

19 de noviembre

Cuando Ramón colgó el auricular, estaba lívido y tembloroso. Esperó un momento antes de volver al cuarto.
Javi, que estaba esperando, no se dio cuenta de nada. Estaba demasiado pendiente de sí mismo y de su propia pena para poder ver lo que sucedía a su alrededor. Se marchó pronto. No se encontraba bien.
Entonces Ramón se fue a andar por la ciudad, a perderse solo.
Se sentó en un banco de la calle y estuvo allí tanto tiempo, sin sentir el frío, sin moverse, que la imposible voz que había salido del auricular se le heló en el cerebro.

From → Ficción

4 comentarios
  1. Víctor Fernández-Chinchilla permalink

    Precioso cuento, no apto para perezosos.

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  2. Fernando permalink

    ¡Precioso! ¡Sigue sacando cosas del armario!

    Le gusta a 1 persona

    • ¡Mil gracias por leerlo y por tus palabras! Yo creo que va quedando ya bastante poco en los cajones, porque he ido recuperando en este blog casi todo lo que no he borrado. Ahora a ver si me pongo a hacer cosas nuevas y tal vez menos sombrías, que en mi juventud no me salían más que «alegrías»

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