Ardilla Roja
Este cuento que vuelvo a publicar hoy fue escrito en noviembre de 1997. Lo recupero porque, a pesar de su ingenuidad y sus fallos, tiene un lugar importante en este “Libro de los Espejismos”.
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Ardilla Roja cerró los ojos y se dejó llevar por sus recuerdos. Había estado tanto tiempo en tensión, tanto tiempo luchando, que le costaba ablandarse, aunque supiera que ésa era la única forma de tomar nuevas fuerzas. No las físicas, que ésas nunca le fallaban, sino las otras, las de la moral y el ánimo que debía dar a su pueblo.
Desde muy joven, desde el momento en que dejó de ser niña, Ardilla Roja se convirtió en la jefa de su tribu. Los nawalkys habían sido un pueblo perseguido incluso por sus propios hermanos pieles roja. Eran una tribu pacífica. Nómadas a la fuerza, buscaban una tierra que los espíritus totémicos les señalaran como suya. La tradición mandaba que, cada vez que realizasen un asentamiento, por breve que fuese, el brujo debería realizar el ritual secreto, lejos de la mirada del resto de la tribu. Cuando volvía de su retiro, reunía a todo el pueblo en círculo y arrojaba cuatro piedras contra el suelo, donde había dibujado antes los símbolos que indicaran si la tierra que ocupaban era la elegida.
Ardilla roja tuvo que presenciar la ceremonia tantas veces, tuvo que recoger tantas piedras y tanta decepción que, desde hacía muchas lunas, ya no se quedaba a presenciar la caída y los lamentos preparados. Cuando el viejo Chacal Rayado se retiraba, ella también lo hacía y no volvía hasta mucho después.
La primera vez que faltó, los viejos se reunieron y la recriminaron por su actitud. Pero Ardilla Roja se mantuvo firme. Estaba ya acostumbrada a no dejarse amedrentar; porque, aunque no era una mujer dura, sabía que cualquier asomo de debilidad perjudicaría a su pueblo.
Pero la carga que sufrían los nawalkys no era solo la de buscar su tierra. La diferencia que les separaba del resto de las tribus de su raza, les había hecho ganarse la indiferencia, cuando no el desprecio, de las tribus más importantes. Si los pueblos de su raza amaban la libertad, los nawalkys mucho más. Jamás quisieron sucumbir a presiones de las tribus más fuertes. Jamás aceptaron asentamientos impuros, alejados de su tradición. Su rebeldía y su desprecio les acarrearon fama de traidores, sobre todo cuando empezaron los problemas con el hombre blanco.
A tanto llegó la tensión y la agresividad contenida que, cuando Ardilla Roja era aún una niña, la tribu sufrió un ataque nocturno por parte de un grupo de jalaches. Aquella noche murió mucha gente, entre ellos Flor de Roca, la jefa de la tribu. Tras media luna de duelo, los viejos se reunieron para decidir quién habría de ser la nueva jefa. Querían que fuese lo más joven posible, casi una niña, para que su carácter se modelase con facilidad a los deseos de la asamblea. Pensaron entonces en que la pequeña Ardilla Roja era la más rápida en aprender cualquier cosa que se le contase y, además, era ágil y fuerte. Por otra parte, sus padres también habían muerto esa noche, y no tenía hermanos de los que ocuparse, por lo que, ahora y más tarde, podría dedicarse únicamente a la tribu, sin padres ni hermanos que la retuviesen o hiciesen apegarse a la vida.
La jefa de los nawalkys no podía permitirse la cobardía. Su vida se debía a los suyos, por eso había de mantenerse siempre sola, sin hombre, ni hijos, ni familia. Esa condición nunca le preocupó a Ardilla Roja. Los hombres de su tribu no le atraían, le parecían débiles e incluso cobardes. Quizás por su educación, siempre pensó en ellos como seres a los que proteger. Ella admiraba casi únicamente a los viejos, sobre todo a Lobo Azul y a su esposa Agua Rugiente. Ellos eran los que le habían enseñado a ser jefa, los que se habían ocupado de ella desde la fatídica noche y los que habían hecho de ella una mujer firme. En un primer momento, la asamblea de ancianos pretendió mantener a Ardilla Roja bajo su dominio, pero fueron Lobo Azul y Agua Rugiente quienes se lanzaron a defender los derechos de la niña hasta el día en que ella pudo hacerlo por sí misma.
Ardilla roja necesitaba cerrar los ojos y los oídos de vez en cuando. Tanta lucha la extenuaba. Y ahora además el problema de los hombres blancos. Tenía miedo. No temía por sí misma sino por su pueblo. Ellos cada vez estaban más cerca. Según las indicaciones totémicas que recibía Chacal Rayado, ellos debían seguir caminando en dirección al gran río y, allí estaban asentados los hombres blancos desde hacía muchas lunas ya. Ardilla Roja no quería enfrentarse a ellos. Su pueblo no era un pueblo guerrero. Igual que no habían aprendido a permanecer en un sitio fijo, tampoco habían tenido que luchar por un territorio propio. La tierra era ancha y, desde siempre, se habían movido por ella.
Cerca de donde se habían asentado esta vez, había un pequeño grupo de casas de hombres blancos. Era eso lo que más le estaba inquietando. Ya sentía próxima su presencia, y ella siempre había rechazado la idea de que su pueblo se acercase a esos hombres falsos y sanguinarios que engañaban y destruían a los de su raza. Ahora Chacal Rayado estaría lanzando las piedras o, tal vez, ya habrían empezado los lamentos. Daba igual, hasta que no bajase el sol, no iba a volver al campamento.
Un niño llegó corriendo.
–¡Ardilla Roja, es aquí!
No le entendió. Le miró seria e interrogante.
—¡Lo ha dicho Chacal Rayado!
Ardilla Roja se estremeció: «Era el sitio». Se levantó y volvió en silencio con el crío.
Todos la esperaban solemnes para comenzar la ceremonia. Chacal Rayado se acercó y quiso comenzar con el ritual que todos conocían, pero que jamás se había realizado. Sin embargo, Ardilla Roja no se inclinó, como estaba establecido. Se mantuvo erguida y dirigió una mirada lenta y serena a todos, hasta terminar en Chacal Rayado a quien dijo:
–Luna sobre luna los nawalkys hemos esperado una señal. He conocido el resultado de la consulta de la voz de un niño. Antes de unirme a la tierra y romper mi castidad, quiero oír de tus labios la voz de los espíritus.
–Si hubieses estado aquí, tú misma la hubieses oído. Tu desconfianza en ellos les ha hecho hablar a tus espaldas y ya nunca podrás oírles.
Se hizo un gran silencio. Ardilla Roja se sintió ofendida, pero en el fondo sabía que el viejo brujo tenía razón. Rompió el silencio Lobo Azul que dijo en voz alta:
–Nada obliga a la jefa a permanecer siempre en la ceremonia que tanto se repite. Eso no significa que desprecie a los espíritus. Una jefa de los nawalkys sabe que ellos son la fuerza de su pueblo y su protección.
Entonces se dirigió a Ardilla Roja:
–Aunque hubieses estado aquí, no podrías saber lo que los espíritus dijeron. Chacal Rayado no gritó palabra alguna al caer sobre el suelo sagrado de la gran señal. Hemos pues de confiar en los oídos de su corazón.
Ardilla Roja sintió que la vida le daba la vuelta, que el verano era frío y el invierno cálido. Sus temores se hacían realidad. ¿Cómo permanecer allí, al lado del hombre blanco? ¿Por qué allí, donde más peligro había? ¿Cómo dudar del viejo Chacal Rayado?… Su expresión de firmeza no reflejaba la contrariedad que la embargaba, pero su silencio estaba empezando a resultar opresivo a la tribu, que no entendía por qué aquello tan esperado no se realizaba ya mismo.
Ardilla Roja habló en tono sereno:
–Nuestra tribu ha esperado muchas vidas hasta llegar a este momento. Hemos de asegurarnos bien antes de quedarnos aquí.
Chacal Rayado sintió que se ponía en duda su poder y gritó:
–Si hubieses estado aquí y hubieses visto el sueño que cayó sobre mí cuando las piedras tocaron el suelo, si hubieses visto la lentitud de su caída, no dudarías de lo que mi corazón oyó entonces. No te atrevas a dudar de los espíritus o todo el mal caerá sobre nuestro pueblo. Ellos me han dicho que hemos de asentarnos a una jornada de aquí, al lado del arroyo.
–¡Pero allí están las casas del hombre blanco! Piedra Brillante lo vio ayer.
Chacal Rayado no contestó y la miró desafiante. Todos guardaron silencio, hasta que Lobo Azul dijo:
–Ardilla Roja, sabes que hemos de quedarnos donde manden los espíritus, sea como sea, o nuestro pueblo será exterminado… Sin embargo, creo que antes de seguir adelante hemos de celebrar una asamblea.
Ardilla Roja agradeció la tregua que le había proporcionado la sabiduría de su viejo Lobo, y esa noche en la tienda discutieron los tres antes de reunirse con el resto de los ancianos al amanecer. La discusión fue dura. Todos veían cernirse sobre ellos el fantasma de la batalla. Sí, era tierra de los pieles rojas, pero esa gente estaba ahí y no querrían irse. Y, lo que era peor, ellos tampoco podían dudar de Chacal Rayado o desobedecer a los espíritus.
Pasaba el tiempo y la asamblea no llegaba a un acuerdo. Ardilla Roja, sentada a distancia, les oía en silencio y se sentía cada vez más confusa y más culpable por no haber visto la reacción del viejo Chacal y no poder juzgar por sí misma, porque los viejos apenas si podían poner en duda el poder del brujo, parecía que era sólo ella quien no confiaba plenamente en el vaticinio. Tras unos cuantos murmullos, Agua Rugiente llamó a Ardilla Roja para que se acercase, y dijo:
–Hemos acordado esperar una luna entera antes de realizar la ceremonia final.
Durante ese tiempo se buscará un hombre fuerte que habrá de ser tu esposo. Como jefa sabes que ahora has de abrirte tú igual que la tierra que acogerá a los nawalkys para siempre.
Ardilla Roja se quedó muy seria y acató respetuosa. Sabía que se le daba con ello una nueva tregua para pensar cómo asentarse en un terreno ya ocupado. Pero además ahora le inquietaba su unión con un hombre. Sabía que eso era lo establecido, pero nunca pensó que llegara a suceder realmente. Eran demasiados cambios en muy poco tiempo. Hubiera querido huir, pero lo único que hizo fue irse a cazar sola.
Se dio cuenta en seguida de que andaba alguien cerca. Sigilosa, fue acercándose hasta que pudo verlo bien. Era un hombre blanco. De estatura media, aspecto fuerte y barba entrecana, resultaba muy delicado en sus movimientos, como si lo que estuviese haciendo le exigiese el mayor cuidado. Desde su posición, Ardilla Roja no podía ver qué era lo que hacía exactamente. Parecía estar envolviendo algo en una tela de saco. Cuando terminó de hacer el envoltorio, lo enterró y se quedó sentado mirando al suelo.
Ardilla Roja lo observaba inmóvil. Le parecía diferente de otros hombres blancos a los que había visto antes, quizás porque siempre los había observado cuando estaban en grupo, muy de lejos, sin considerarlos más que como una manada de seres vociferantes y agresivos. Ese hombre que realizaba una tarea con tanta minuciosidad le recordaba a Lobo Azul cuando se ponía a adornar las armas de caza. Le intrigaba y le inquietaba a la vez. Se mantenía tan inmóvil como ella, y parecía que no tenía intención de levantarse de allí.
El sol estaba empezando a bajar, y Ardilla Roja pensó en volver, pero no le gustaba que hubiese un hombre blanco tan cerca de su campamento, aunque estuviese solo y pareciese inofensivo. Tampoco podía quedarse a vigilarlo sin que su gente se preocupase por ella, más aún, teniendo en cuenta la situación actual. Antes de que Ardilla Roja se hubiese decidido sobre qué hacer, el hombre desató un gran paquete que llevaba atado a su bolsa, desenvolvió una manta, la extendió en el suelo y después encendió fuego y volvió a sentarse. Sacó de la bolsa una botella y un montón de hojas de papel unidas entre sí, y se puso a mirarlas atentamente mientras bebía. Ardilla Roja estuvo ya segura de que aquel barbudo era un hombre extraño pero inofensivo. Además, el fuego habría alertado ya a la tribu sobre su presencia y enseguida alguien se acercaría por allí, así que no era necesario moverse, podía seguir observando mientras llegaba alguno de los suyos.
Después de un rato, el barbudo levantó la cabeza de los papeles y miró entorno de sí. Daba la impresión de que se había percatado de que alguien le observaba, o al menos eso fue lo que Ardilla Roja pensó al verlo. En ese momento el sol ya estaba muy bajo. Junto a Ardilla Roja se deslizaron Flor de Rama y Luna Amarilla, que habían ido a averiguar de dónde procedía el humo. Con un gesto Ardilla les indicó al hombre y les pidió que se fueran. Las muchachas se quedaron quietas mirándola. No entendían por qué su jefa quería vigilar sola. Ardilla les hizo un gesto imperativo y las miró con reprobación, así que se escurrieron en dirección contraria, hacia el campamento.
Aquel hombre despertaba su curiosidad. Le inquietaba y, al mismo tiempo, le gustaría poder acercársele. Él había vuelto a bajar la cabeza hacia los papeles. Ardilla Roja ya no podía más de inquietud. El corazón le golpeaba hasta las sienes y, casi sin proponérselo, empezó a moverse hacia los arbustos que estaban a espaldas del hombre. Desde allí pudo darse cuenta de la anchura de sus hombros y del cabello oscuro que se montaba sobre el cuello de su camisa.
Sigilosamente, se fue deslizando hacia él. Cuando estaba ya a pocos pasos, el hombre pareció sentir su presencia porque de nuevo levantó la cabeza y miró a ambos lados. Entonces, Ardilla se irguió sin evitar el susurro que produjeron sus movimientos. El hombre se dio la vuelta y la encontró allí, de pie frente a él. Se quedaron los dos inmóviles, mirándose con sorpresa e inquietud. De pronto, el hombre hizo ademán de levantarse y Ardilla retrocedió. Iba a huir. Estaba muy asustada. No sabía cómo había sido capaz de algo así. Pero él, inmediatamente, dijo algo con una voz tan dulce como las raíces doradas que le gustaba mordisquear de niña. Aunque no pudo entenderlo, la postura y la mirada del hombre la convencieron para que se quedase. Sus ojos oscuros la observaban de un modo que ella no podía comprender del todo. Era una mirada clara y agitada como los torrentes en primavera.
Ardilla Roja vio como él extendía las manos delante de sí, como queriendo mostrar que estaba desarmado. Luego, con esa misma voz dulce, dijo unas palabras que a ella le resultaron muy amargas, no por su significado, sino porque pertenecían a la lengua de los jalaches:
–Soy amigo.
Al oírlas, Ardilla se puso tensa y volvió a mirarlo con recelo. Entonces el barbudo repitió en voz más alta:
–Soy amigo.
*****
–Es verdad que es un hombre blanco, pero no es como los que hemos conocido hasta ahora.
Nieve plateada miraba a Ardilla con preocupación. No podía dejar de pensar que todos los hombres blancos son enemigos y traidores, y además éste hablaba la lengua de los jalaches.
–No sé…. Creo que debemos tener cuidado, sobre todo tú. Ellos son cobardes y traidores.
Ardilla se contuvo para no mostrar su enfado ante la desconfianza de Nieve Plateada. Estaba segura de que no era necesaria tanta desconfianza. él era bueno y noble, y nadie se podía permitir dudar de sus apreciaciones, ni siquiera Nieve Plateada, a pesar de que se hubiesen criado unidas como hermanas.
Nieve Plateada era hija de Lobo Azul y de Agua Rugiente. Era algo mayor que Ardilla, pero por la responsabilidad que esta tenía, casi siempre era Ardilla Roja quien aconsejaba y protegía a Nieve Plateada. Sin embargo, ahora parecía que las circunstancias se habían dado la vuelta. Nieve Plateada creía que su deber era alertar a su hermana, pero no se atrevía a contrariarla y a dudar de ella. Sabía que esas cosas la enfurecían. Estaba acostumbrada a tomar sus decisiones y que éstas fuesen vinculantes para todos. Solo se retraía ante la opinión de Lobo Azul y Agua Rugiente. Es más, ni siquiera Chacal Rayado y el consejo de ancianos le hacían retroceder cuando estaba convencida de algo. Prueba de ello era cómo se había comportado y cómo se estaba comportando con aquel hombre blanco.
Pero además Nieve Plateada se había dado cuenta de que en el fondo había algo más. Cuando Ardilla Roja hablaba de Corazón Leal, brillaban dos lunas llenas en sus ojos. Sólo en este nombre que ella le había dado, Corazón Leal, ya se veía que sus sentimientos flotaban como niebla alrededor de sus hombros. NIEVE Plateada tenía miedo de que esa niebla no le dejase ver el peligro que entrañaba la cercanía y la confianza de un hombre blanco. Ella ni siquiera se había atrevido a mirarlo y, mucho menos a hablar con él, como hacía Ardilla Roja que, desde que Corazón Leal había aparecido, recordó y puso en su boca las palabras que usaban los asesinos de sus padres. Esto solo para poder hablar con un hombre blanco. Y lo peor de todo es que pretendía que el resto de la tribu le oyese también.
Quizás, en alguna de sus cacerías en solitario, Ardilla Roja había masticado hojas malditas que trastornaron su espíritu, o tal vez alguno de los animales que ella matara fuese un espíritu sagrado que se estaba vengando. Nieve Plateada no sabía qué pensar. Siempre había confiado en la cordura y el criterio de Ardilla, pero ahora tenía miedo. La veía dirigirse hacia un designio opuesto al de su raza, por un camino peligroso que sería la perdición de todos.
Las dos muchachas se trenzaban el pelo en silencio. Sus dedos iban al ritmo de sus pensamientos, así que Nieve Plateada terminó mucho antes la tarea, mientras que Ardilla seguía ensimismada mirando la aurora sobre las montañas.
Después de un rato de haber terminado, Nieve Plateada se levantó y se fue sin decir nada. No quería interrumpir los pensamientos de su amiga. Aunque no la comprendiese, la respetaba y la admiraba. Sabía que en ese momento ella estaba soñando y tal vez su corazón latía por el de aquel extraño.
*****
Cuatro días después del encuentro en el claro del bosque , Ardilla sintió que sus fuerzas flaqueaban. Ella, tan llena de salud siempre, se sentía fatigada y no sabía por qué.
Hacía tres jornadas que encontró a Corazón Leal en el claro del bosque y desde entonces sus pensamientos siempre se dirigían a él. Le gustaba recordar cómo la tomó de la mano y la sentó a su lado junto al fuego. Aquel hombre tuvo la audacia de un gran guerrero y la ternura inocente de un pequeño. Todavía no entendía cómo no se resistió, por qué se quedó sentada a su lado mientras él la miraba sonriendo.
Cuando él se puso la mano en el pecho y repitió unas palabras extrañas, ella supo que se estaba presentando, que le estaba diciendo el nombre que le daban los suyos, pero al ver su mano sobre el corazón, sintió que eso era lo más importante de él. Pudo ver en sólo un ademán la lealtad y la nobleza, y se le impuso la única forma de nombrarlo: Corazón Leal.
Ardilla Roja le señaló y repitió las dos palabras en nawalki, pero se dio cuenta de que él no podía entenderlas. Hizo entonces un esfuerzo de memoria y pudo repetírselas en la lengua de los jalaches. Los ojos y la sonrisa de él llamearon a la vez, y contestó repitiéndolas mientras ponía su mano sobre el corazón.
El encuentro había sido más que extraño. La desconfianza y la prudencia se habían perdido entre el humo de la fogata y, aunque en el fondo del corazón de Ardilla Roja el miedo seguía vivo, no podía salir de allí, estaba atrapado como el puma en la trampa. La inocencia de aquel hombre fuerte era la trampa que sujetaba la desconfianza y el miedo de Ardilla Roja.
A pesar de toda la confianza que Ardilla tenía en Corazón Leal, había algo que ella no podía entender: ¿A qué había venido? ¿Qué pretendía¿ y, sobre todo, ¿Qué había escondido en el claro del bosque? Ella no había querido preguntárselo para no delatarse, pero ese misterio la inquietaba.
Corazón Leal sólo hablaba de que quería conocer a la gente de su tribu, aprender sus costumbres y acercarse a su forma de vida. Ardilla Roja no entendía ese interés ¿Qué tenían ellos que enseñar a aquel hombre? ¿Para qué le serviría a él aprender cómo vivían los suyos? La vida de los hombres blancos debía de ser mucho más complicada. Solo con ver los signos que él trazaba en los papeles cuando hablaba con ella, le daban a entender que aquél hombre poseía una mente superior a la suya, que podía descifrar mensajes y ver más allá de las montañas y del cielo, igual o mejor que el viejo Chacal Rayado. ¿Entonces por qué le hacía tantas preguntas? ¿Por qué se interesaba así por los suyos y, sobre todo, por ella?
Quizás lo que le impedía entenderle era la lengua que se veían obligados a utilizar ambos. Ninguno de los dos se desenvolvía bien con aquellas palabras, incluso se podría decir que Corazón Leal las conocía mejor que Ardilla Roja, que había logrado olvidar el dolor que le ocasionaban esos sonidos, a fuerza de oírlos con la voz dulce de su amigo.
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La noche se le había hecho eterna. Hacía ya siete días que Corazón Leal se había marchado . Ardilla cada vez temía más que él no pudiese volver. MIENTRAS tanto, los ánimos de la gente de su tribu se iban encendiendo. Chacal Rayado no dejaba pasar una sola ocasión de apelar al orgullo de su raza ante cualquiera que le prestara atención, y lógicamente eran muchos los que lo hacían. Además el consejo de ancianos se reuniría al amanecer. Había dos temas muy importantes a tratar: cómo asentarse en el territorio señalado y quién sería el guerrero que tomaría Ardilla Roja como esposo.
El primer punto era delicado, pero podía esperar porque dependía de las indicaciones que los espíritus totémicos diesen a Chacal Rayado al finalizar la luna establecida como plazo; pero la elección del guerrero había de realizarse ya. El joven que fuese seleccionado tenía que ser preparado, ¿pero cómo? La verdad es que ni los viejos lo sabían. Hasta el momento ningún hombre había tenido que ser jefe de la tribu y, aunque su papel fuese sólo de «consorte», tendría que ser diferente al del resto de los guerreros.
Había varios candidatos, entre los que destacaban Puma Pintado, Torrente Rojo, Rayo de fuego y Búfalo Dorado.
Antes de la reunión del consejo de ancianos y sin necesidad de que nadie lo dijese abiertamente, la tribu ya había empezado a dividirse en bandos, pero, sin lugar a dudas, la mayor parte de la gente se inclinaba por que el elegido fuese Búfalo Dorado. Desde hacía muchas lunas era el que parecía estar más cercano a Ardilla Roja, el que más tiempo compartía con ella y casi el único al que había permitido acompañarla en algunas de sus cacerías.
Ardilla Roja no permanecía ajena a todo eso, por lo que aquella noche las alas del pájaro del sueño no se habían acercado a sus ojos. Ella reconocía que todos llevaban razón, que tendría que tomar como esposo a alguno de aquellos jóvenes guerreros que, hasta entonces, sólo había mirado como seres a los que ella debía prestar atención y protección. Era verdad que los cuatro eran fuertes, nobles y de grandes cualidades. También era cierto que Búfalo Dorado era entre ellos su compañero más cercano y con el que tenía una mayor complicidad. Sin embargo, a Ardilla Roja le inquietaba la sola idea de que su compañero se convirtiese en su esposo. Además, no sabía muy bien por qué, pero ella pensaba que él tampoco se sentiría muy cómodo en esa situación, aunque ninguno de los dos podría negarse a los designios del consejo, si se establecía la realización del vínculo entre ambos.
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Búfalo Dorado y Ardilla Roja estaban sentados frente a frente. El joven intentaba distraer a su amiga hablando de la caza y de sus entrenamientos en las armas. Pero Ardilla Roja estaba taciturna. No apartaba la mirada del fuego. Parecía que se estuviese fundiendo con él.
Búfalo se inquietaba por momentos. Nunca la había visto así. él tampoco estaba conforme con la decisión que había tomado el consejo de ancianos. Así se lo pensaba decir a Ardilla, ya que había visto en sus ojos que ella tampoco lo estaba.
Un rato antes, cuando Lobo Azul le dio la noticia, Ardilla Roja se enfrentó a él por primera vez, y le habló desafiante:
–Aún los espíritus totémicos no han confirmado que esta sea la tierra señalada. ¿Por qué debo entonces tomar esposo? ¿Por qué habéis gastado palabras y por qué queréis hacer gastar fuerzas sin razón? Creo que os estáis anticipando a los espíritus. Eso no será bueno para la tribu si ellos determinan que sigamos
Buscando. El humo de la desilusión nublará los ojos de los nuestros y tal vez alguno no se resigne y quiera luchar por una tierra que no es la nuestra.
–Sabes bien que eso es muy difícil. Pero, aunque los espíritus negaran ante todos lo que Chacal dice, sin duda, todo esto es una clara señal de que, si no es esta la tierra, estamos ya muy cerca. Tú eres la jefa y sabes cuáles son tus obligaciones para con todos nosotros, no quieras huir ahora como una liebre asustada.
La comparación con el animalillo le hirió a Ardilla en el corazón de su orgullo, pero se mantuvo en silencio por respeto y, tal vez, porque no quería que Lobo Azul pudiese sospechar lo que más la inquietaba.
No había nada que hacer. Así que, tal y como mandaban las costumbres para los prometidos, Ardilla Roja y Búfalo dorado salieron del campamento cuando empezó a bajar el sol.
Ahora estaban ahí sentados, al lado del fuego, a cual de los dos más desconcertado. A Búfalo ya no le quedaba nada de qué hablar y Ardilla seguía ausente, mirando el fuego. Ella era una mujer de pocas palabras, pero esa noche era una roca llena de lágrimas, y Búfalo lo estaba leyendo en sus ojos.
El joven ya no pudo más, y le puso la mano sobre el brazo para mostrarle su afecto, pero Ardilla Roja no se movía. La roca de lágrimas parecía imperturbable, así que Búfalo se decidió a intentar romper aquel pedernal y le dijo:
–Sabes que Búfalo Dorado quiere y respeta a la jefa de su tribu. También sabes que es un honor para mí el haber sido elegido, pero conoces también que mi corazón de hombre no pertenece a nadie. Veo que las lágrimas riegan tu espíritu y quiero saber si hay otro candidato al que tu prefieras, porque yo le cedería a él este privilegio y, entre los dos, podríamos tal vez convencer al consejo. Ellos nos han elegido porque pensaban que así respetaban tu gusto y el mío, pero creo que se han equivocado.
Ardilla lo miró sorprendida. Vio en su rostro el cariño y la comprensión, y le devolvió una sonrisa de afecto. Aquel joven seguía siendo su cómplice y su compañero. Al menos él merecía saber la verdad:
–Búfalo, eres muy leal y valiente al decirme esas palabras. Sabes que Ardilla Roja también admira tu fuerza y ama tu espíritu noble, pero es verdad que mi pensamiento vuela al lado de otro hombre. Mi corazón sí está en otro pecho que no es ni el tuyo ni el mío, pero tampoco es el de ninguno de los candidatos de la tribu. La elección del consejo es clara y justa contigo, es mi espíritu el que ya no se doblega a ningún designio extraño a él.
Cuando terminó de hablar Ardilla esperaba encontrar sorpresa y contrariedad en su compañero, pero no fue así. Búfalo seguía sonriendo sinceramente. Le tomó las dos manos y le dijo:
–Ardilla Roja, eres mi jefa, pero ahora eres mi compañera y puedo decirte que, desde que viste a aquel extraño, tus ojos se encendieron y tus fuerzas se apagaron. Hasta ahora he guardado silencio por respeto, pero veo que ya puedo hablarte con franqueza: Eres la mujer más valiente de la tribu, y no voy a hablarte del peligro que corres porque sé que lo sabes, solo te pido que no sacrifiques a tu pueblo por los deseos de tu corazón. No sé cómo podré ayudarte, pero ten la seguridad de que lo haré… No debemos decir nada de todo esto al resto de la tribu. Tendremos que esperar y pedir a los espíritus que nos ayuden a encontrar una solución.
Entonces, el pedernal que cubría el alma de Ardilla Roja se fue quebrando y nació de él un torrente que regó el pecho de su compañero.
*****
Faltaban sólo dos días para que finalizase el plazo que el consejo de ancianos había dado. No era difícil notarlo, las flechas de caza casi se sostenían en el aire sólido y tenso que rodeaba el campamento.
Corazón Leal no había vuelto. ¿”Corazón Leal”? Se preguntaba Ardilla. Aquel hombre era peor que los otros hombres blancos. Era como esas hojas aterciopeladas que hacen arder la piel en cuanto se las roza. Así estaba el corazón de Ardilla. él dijo que volvería, que la ayudaría a resolver el grave problema de su pueblo y, lo más importante, él le había confesado que la amaba y que haría cualquier cosa por ella.
Se lo había dicho apenas unas horas después de conocerla, sorprendiéndola con su audacia. ¿Eso era amar? Ardilla creyó que sí. Confió en él. No entendió sus palabras de acuerdos con jefes blancos, pero entendió que aquel hombre no podía traerles nada malo ni a ella ni a los suyos. Sin embargo, estaba claro que se había equivocado. Le preocupaba su gente, la guerra, el casamiento con Búfalo y todo lo que vendría detrás, pero lo peor era la tristeza, la falta de fuerzas que tenía que sacar de donde fuese para no perjudicar a los que dependían de ella.
Todo aquello estaba minando su vitalidad sin que ella apenas se diese cuenta. Ni su postura, ni su carrera eran las de hacía pocas lunas. Lobo Azul estaba muy preocupado. Sabía que ella no veía con claridad la premonición de Chacal y que no quería quedarse allí. Ambos habían hablado y estaban de acuerdo en que la guerra era la exterminación, pero era prácticamente imposible que Chacal dejase que su orgullo de gran brujo quedase mancillado.
Era verdad que en aquellas conversaciones Ardilla se mostraba preocupada y seria, la mirada se le quedaba un momento prendida a lo lejos. Ella siempre se refería a la «otra solución», como si pensase que Chacal iba a retroceder en sus designios.
Sin embargo últimamente las cosas habían cambiado. Ardilla ya no
hablaba apenas, es más, apenas salía de la tienda. Solo compartían sus silencios Nieve Plateada, Flor de Rama y Búfalo Valeroso. Al menos parecía que había dejado de rechazar su casamiento o, más bien, daba la impresión de que le diese igual.
La preocupación de Lobo Azul le había llevado a consultar a la curandera, Vuelo de águila, porque veía pasar a Ardilla las noches en vela y los días sin apenas probar la comida. A consecuencia del requerimiento de Lobo Azul, Vuelo de águila pidió a Ardilla Roja que fuese a su tienda, pero ella se negó. Sin embargo Vuelo de águila no era una mujer cualquiera de la tribu, tenía cierto poder sobre toda la comunidad, incluida la jefa. Podía permitirse preguntar cuanto pensase que era necesario y callarse todo lo que supiese, aunque se lo preguntase el propio consejo de ancianos. Se amparó pues en esto, y se dirigió ella a hablar con Ardilla. Ambas quedaron solas en la tienda y permanecieron allí durante muchas horas, hasta la caída del sol.
Nadie pudo arrancar ni una sola palabra de aquello a Vuelo de águila, pero desde aquel momento las sonrisas que dirigía a Ardilla estaban llenas de complicidad y ternura. Era lo único que podía brindarle, porque de nada valían sus hierbas para curar el espíritu de Ardilla.
Había ya demasiadas personas que conocían el secreto del corazón de la jefa: Búfalo Valeroso, Nieve Plateada, Vuelo de águila, y las jóvenes Flor de Rama y Luna Amarilla que también guardaban el secreto. Todos se sentían así un poco más cerca, un poco más unidos y comprendían que, si era muy importante el destino de su tribu, también lo era el poder curar a Ardilla de su pena.
… Y llegó el día. El sol estaba en lo más alto del cielo. Chacal Rayado se había adornado como nunca. Todos estaban expectantes. Esperaban algo más que lo que habían sido hasta entonces las ceremonias, más aún incluso que la última, a la que Ardilla no asistió.
Hoy sí estaba allí Ardilla Roja, en pie, al lado de Lobo Azul y
Búfalo Valeroso. Tras ellos estaban sentadas agua rugiente con varios ancianos más, formando un grupo de privilegio dentro de la tribu. Chacal Rayado tomó de las manos de Vuelo de águila el cuenco con la bebida sagrada que le pidió que preparase para él. Cuando terminó de beber, vuelo de águila se alejó unos pasos, pero sin perder de vista al anciano. Luego se acercó al Pequeño Castor, su joven discípulo, y se sentó a su lado.
Los cantos de ambos comenzaron. Chacal Rayado se movía lentamente mientras repetía unos sonidos incomprensibles. El resto mantenía un silencio que superaba la ausencia. De pronto, Chacal cayó hacia atrás con los ojos abiertos y las manos agarrotadas. Era el momento de la revelación final. Todos esperaban una señal definitiva. Pasaron unos instantes y Chacal no se movía. Vuelo de águila se atrevió a romper la quietud. Se levantó y se acercó a Chacal, inclinándose sobre él, tomó sus manos y miró muy seria al joven Pequeño Castor. ENTONCES éste se levantó también y se acercó a Vuelo de águila que le susurró unas palabras.
Entretanto seguía sin oírse ni un sólo murmullo. Todos esperaban que se confirmase lo que estaban sospechando. Vuelo de águila se levantó y, dirigiéndose a Ardilla Roja, dijo:
–El gran brujo Chacal Rayado a volado con su espíritu junto al sol. Pequeño Castor será su mensajero para nosotros, igual que chacal Rayado lo fue de RELINCHO de fuego, y así hasta el principio.
–Todos honramos a su espíritu y cumpliremos con el rito -dijo Ardilla Roja.
De nuevo se hizo el silencio, pero en la mente de todos estaba una pregunta que había quedado sin respuesta. Ardilla Roja comprendió que no podía dejar esa inquietud sobre su pueblo y dijo:
–Sé que esperáis saber cuál será nuestro futuro, pero antes debemos ofrecer a Chacal Rayado el respeto que su espíritu merece. Hoy los espíritus totémicos no han venido a señalarnos esta tierra, pero el gran brujo a volado desde aquí junto a ellos. Deberemos pues permanecer aún en ella y repetir una vez más la ceremonia dentro de tres días, para poder estar seguros de cuál es el mandato.
Desde ese mismo momento comenzaron los rituales que duraron tres días. En ese tiempo Ardilla seguía esperando que Corazón Leal volviese. Sentía la muerte de Chacal, pero aquello, al menos de momento, le había salvado de un destino angustioso para todos.
Por otra parte, las opiniones de los nawalkis estaban divididas: unos pensaban que aquel era un lugar sagrado porque Chacal abandonó en él su cuerpo en el gran momento de la ceremonia; por el contrario, otros pensaban que durante lunas y lunas los brujos nawalkis habían dejado volar sus espíritus en muchos lugares, y ninguno se había convertido por ello en el territorio sagrado. De
todos modos, todos estaban de acuerdo en que lo mejor era repetir la consulta, tal y como había dicho Ardilla Roja.
Por fin llegó el día. Pequeño Castor había adoptado un porte muy digno, a pesar de su juventud y su figura menuda. Repitió lo que tantas veces había visto hacer a su maestro. El resultado fue el que se había sucedido a lo largo de la historia de los nawalkis.
Todos respiraron tranquilos. En el fondo ninguno quería quedarse allí a costa de luchas y sangre. Ya sin la duda del mandato de los espíritus, todos sintieron que sus almas nómadas se liberaban y podían seguir caminando.
Pero Ardilla Roja tenía el corazón herido para siempre. Se sentía
engañada y humillada, aunque por lo menos seguía teniendo su libertad. Seguiría caminando con su pueblo y Búfalo Dorado quedaría liberado de su compromiso.
Aquello que había cambiado hacía menos de dos lunas, había vuelto ya a su sitio, salvo para la jefa de los nawalkis. Al amanecer debían ponerse en marcha. Sólo les quedaba una noche por pasar en ese campamento.
Por primera vez en varios días, Ardilla Roja durmió durante toda la noche, aunque se despertó antes que nadie. Dio una vuelta por los alrededores y se encontró en el claro donde conoció a Corazón Leal. Recordó sus dulces palabras, su voz y sus manos. Quiso entonces tener entre las suyas algo que le hubiera pertenecido a él. Recordó que ella le había visto enterrar algo cuando lo encontró por primera vez. Se dirigió hacia el sitio donde debía estar el paquete.
Después de un rato y sin demasiado esfuerzo, Ardilla Sacó un envoltorio que ella recordaba más pequeño. Lo abrió y encontró dos rifles, unos papeles sucios con dibujos iguales y un montón de hojas unidas entre sí, semejantes a las que él estaba mirando cuando lo conoció. Se guardó los papeles y las hojas unidas, tomó los rifles y estaba dispuesta a llevárselo todo, cuando de pronto pensó que, si él había dejado todo eso allí, era porque pensaba volver.
Guardó todo de nuevo con cuidado, pero incluyendo también en el paquete su colgante de plumas rojas. Después de enterrarlo, se fue de allí con el corazón aún más destrozado. Ahora sabía que no la había engañado. Corazón Leal pensaba volver. Pero ella tenía que marcharse, no podía esperarle más. Era la jefa de los nawalkis y debía seguir con ellos. Ya era bastante peligroso todo el tiempo que habían permanecido allí.
Cuando el sol estuvo alto ya no quedaba rastro del campamento. Todo había terminado y los nawalkis seguían su camino.