¡A volar polilla!
¡Ay, gusanito,
En tu viejo capullo
Por devanar!
¿Te darán buen cobijo
Las hojas de morera?
Ya sé yo de sobra que los gusanitos no pueden refugiarse bajo las moreras cuando a los seres humanos se nos antojan sus capullos para convertirlos en preciosos tejidos de seda. Bueno, no solo eso, sino que en el proceso se les mata cruelmente cociéndolos o asándolos vivos, para que el hilo que forma el capullo quede intacto, antes de que la polilla pueda romperlo para abrirse paso a su nueva vida.
Es que los humanos somos así: vamos perdiendo capacidad de compadecimiento a medida que los seres sufrientes se nos parecen menos. En realidad es bastante comprensible, aunque, mirándolo bien, no es demasiado lógico ni racional. ¿Sufre menos un gato asado vivo que una oruga? Pues quién sabe. En principio supongo que el dolor será el mismo, pero de cómo será la conciencia de ese dolor sabemos tan poco… En realidad sabemos poquísimo de casi todo, aunque nos creamos lo contrario.
En el fondo tal vez sea que lo que verdaderamente nos importa a los seres vivos es nuestro propio dolor y nuestro propio sufrimiento, de ahí que a mayor distancia de nuestro ombligo menos importancia tiene la vida o la muerte, la crueldad o la benevolencia. Esto, claro está, también sucede entre los propios seres humanos, sin necesidad de pensar en otras especies. Por ejemplo, los refugiados que huyen de las guerras que hay por todo el mundo no son tratados del mismo modo si son de rasgos parecidos a sus solidarios huéspedes que si son más morenitos. En el segundo caso parece que la empatía y la hospitalidad se hacen un poquito más difíciles.
Pero esta polilla bobalicona en que me he convertido se ha ido revoloteando a trompicones para no mirar el capullo que está abandonando. ¿Cómo será vivir en la gran morera? ¿Qué pasará con el viejo capullo? ¿Se transformará en una preciosa tienda de seda?
¡Qué inquietantes son los cambios! Pero precisamente esa ruptura de la quietud es la que procura el movimiento. Y no hay que olvidar que, sin él, no hay vida.
Se me ocurre entonces que tal vez sea la Vida de este planeta en el que vivimos la que nos esté enviando estas tórridas temperaturas, para obligarnos a salir de nuestros capullos de plástico que la están asfixiando. Hemos sido y somos gusanitos tontos y soberbios, que pedimos perdón por ello, nos acusamos, pero seguimos igual, sintiéndonos como propietarios de la Tierra con derecho a todo. ¿Será necesario que nos cuezan o nos asen para aprovechar el inmenso valor de este planeta que no nos pertenece?
En fin, quizá aún quede esperanza… Leyendo el delicioso monogatari, “La dama que amaba los insectos”, a una le quedan ganas de seguir confiando en la naturaleza de las orugas y de las muchachitas respondonas. Esto es lo que les dice a sus padres la protagonista de este relato, que para más inri es del Japón del siglo XII, aunque en algún sentido parezca casi una “proto Greta Thunberg”:
«Me da igual. No me importa lo que piensen de mí los demás», Les respondía. «Todas las cosas tienen sentido solo cuando las estudias y ves el resultado. ¡Hay que ver qué pueriles son las ideas de la gente! ¡Son las orugas las que se convierten en mariposas!». Y, sacando algunas que estaban sufriendo la transformación, se las mostró a sus padres. «Incluso lo que llamamos seda y que la gente lleva encima, la fabrican los gusanos antes de tener alas y, cuando se han convertido en mariposas, ¡entonces se los ignora por completo y nada valen!». Ante este argumento, los progenitores no veían cómo rebatirla y se hallaban confundidos.
¡Ahí queda eso!
¡A volar polilla!
¡¡¡A volar!!! No te acerques demasiado a la luz, pero levántate del suelo unos metros para mantener esa perspectiva más allá de lo meramente terrenal que nos regalas siempre.
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¡¡¡¡Gracias!!!! Así lo haré. Intentaré no chamuscarme, aunque aquí estamos en plena cocción.
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En el planeta de los simios tenían a los humanos en los zoos, así que también nosotros podemos ser víctimas del especismo. Por otra parte la naturaleza es despiadada y todos los seres, incluidas las plantas, vivimos de la muerte de otros. Por eso no nos gustan aquellos bichos, grandes o pequeños, el león o la garrapata, que nos ven como alimento. Ellos no tienen la culpa, es su naturaleza. Tampoco nos gustan los que invaden nuestro espacio, como las polillas que, aunque no nos vayan a comer, pueden llenar los rincones de nuestros armarios de gusanos, porque, además de comer, los seres también nos reproducimos. ¿Los respetamos y los dejamos que se desarrollen, o los matamos para que no nos molesten con sus desagradables figuras?
A las polillas les gusta la luz, pero la luz, como aprendimos con aquella película Poltergeist, puede ser peligrosa. Es mejor mirarla desde lejos. También tienen otro problema, igual que las moscas y moscardones, que tienen la libertad delante de las narices pero no pueden acceder a ella y se dan de calabazazos, uno detrás de otro, contra un muro invisible, lo que las desespera a ellas y a quien las mira. Yo siempre corro a abrirles la ventana porque no soporto ver cómo se dan de testarazos contra el cristal una y otra vez, con inútil constancia.
Precioso tanka, o haiku con estrambote, y preciosa, inspirada y evocadora glosa.
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¡Muchísimas gracias por este comentario! Me ha interesado muchísimo más que mi propia entrada. es una suerte tener lectores como tú
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