Los heraldos de la memoria
Allá por la década de los ochenta, yo pululaba por la facultad de Filología de la Complutense. Era para mí una época de actividad incesante: estudiar, trabajar, salir de copas, diseñarme ropa, preparar oposiciones… Todo a la vez y todo con gran intensidad. Hoy, sólo de pensarlo, me agoto, me parece una proeza ahora lo que entonces me resultaba normal.
Estudiaba y leía con auténtico fervor. No perdía un minuto: estudiaba mientras comía, mientras me daba un baño, mientras me vestía y me maquillaba para salir a la calle (jamás salía sin pintarme), mientras tejía… Cualquier instante se aprovechaba. Me gustaba mi carrera y, sobre todo, me gustaba –y aún me gusta- aprender. Es cierto que ahora no dispongo de tanta energía como tuve, pero mi avidez por aprender sigue siendo la misma. Casi diría que atesoro mis aprendizajes y las enseñanzas que recibo como un capital preciosísimo que nunca me resulta suficiente. No soy ambiciosa en general y doy poca importancia al dinero, es más, este es uno de esos asuntos de los que me gustaría no tener que ocuparme; pero, en lo tocante al conocimiento, creo que tengo algo de esos espíritus ávidos, los pretas, de los que se habla en el budismo mahayana. Estoy tan hambrienta de saber y comprender que, a veces, cuando estoy leyendo una obra, me siento ansiosa por terminarla para poder empezar la siguiente… En fin, un indicativo más de lo difícil que me resulta disfrutar del presente, pero ese no es el asunto de hoy.
Todo este preámbulo viene al caso porque hace poco se me volvió a intensificar el recuerdo de “Los heraldos negros” de César Vallejo, y también cómo llegué a apreciarlo tanto.
En muchísimas ocasiones las asociaciones que realiza la mente discursiva son muy difíciles de desentrañar. Ya querría ver yo al mismísimo Holmes buscando por dónde se cruzan y se enganchan los hilos de la trama de las asociaciones y las evocaciones. En todo caso, lo cierto es que da igual, no hay por qué mirar siempre el dorso del tapiz para ver cuál es el entramado aparentemente caótico que da lugar al dibujo ordenado. No hay por qué y, además, muchas veces no se puede. En la espiritualidad shinto, por ejemplo, se hace mucho hincapié en la importancia de dejarse impregnar por el extrañamiento sin pretender abrirle la tapa para ver el mecanismo.
En fin, centrémonos, que me he vuelto a ir por la tangente. Lo que quiero contar es que hace unos días un amigo me envió un enlace de Youtube a una película que había hecho hace poco. En ella él lee un poema en inglés –ahora no recuerdo de quién- y, al escucharle, me vino nítida la memoria de mi encuentro con “Los heraldos negros”.
Sería ya por el 1988 u 89, porque en lingüística Hispánica se estudiaba Literatura Hispanoamericana al final de la carrera. Es más, si no recuerdo mal, se trataba de una opcional. Tal y como decía antes, por entonces yo estaba en “modo acción”. Esto no significa que no tuviese tormentas existenciales internas ni choques de placas tectónicas con sus correspondientes terremotos emocionales, sino que no se las hacía caso, no se las analizaba ni se las prestaba atención, había que dejarlas pasar y olvidarlas lo antes posible: lo primero era la acción, la búsqueda del objetivo, como un explorador que se va abriendo camino sin reparar en si se llena de barro, se siente cansado o se le desgarra la ropa. Mi consigna era avanzar y nada más.
En esa actitud mental la introspección era un gasto de energía totalmente supérfluo, y el pensar en el posible sufrimiento propio, mucho más. Así que la poesía de César Vallejo me resultaba como de “demasiado sufrimiento”. Me parecía que se regodeaba por demás en esa emoción, de manera morbosa e inútil. Yo sufría y mucho, es cierto, pero creía firmemente que era mejor dar la espalda a esa emoción y a sus causas, porque nada ganaba con ello y sí perdía tiempo y energías.
Sufrir y regodearse en el sufrimiento para sacar en claro buena poesía, me parecía mal negocio y una actitud vital errónea. Por eso, en resumen, la obra de César Vallejo me caía gorda, gordísima. Conque el día que Jesús Benítez, el profesor de Hispanoamericana, se plantó en clase y dijo, “Hoy voy a hablar de César Vallejo”, servidora retorció el morro y resopló discretamente. Pero, por lo visto, la discreción no fue suficiente o el profesor Benítez estaba al loro, porque saltó invediatamente, “¿Por qué pufff?”. Ya no me quedó otra que responder, “… Es que sufre demasiado”. Jesús no dijo nada más, abrió el libro y leyó con firmeza y sin afectación “Los heraldos negros”.
Después dio una clase magnífica, creo que una de las mejores que yo haya disfrutado y, además, supe que era para mí, para que pudiera romper el dique que me separaba de la obra de Vallejo y todo lo que ella entraña. Fue más que una clase porque se produjo ese algo misterioso e inefable de la inmersión en el arte, eso que no se puede explicar muy bien, pero que todo el mundo ha sentido alguna vez ante un cuadro, una música o cualquier otra expresión que te lleva más allá de una comprensión racional.
“Los heraldos negros” me reconcilió con mi propio sufrimiento, ahora lo sé, y, además, me mostró la belleza de saberlo sentir y poderlo sentir, porque es estar vivo. Y todo esto, como otras muchas cosas, se lo debo a aquel querido Jesús Benítez Villalba, cuya memoria no dejo de honrar con respeto, agradecimiento y, sobre todo, enorme cariño.
Pero esto ¿qué tiene que ver con la lectura del poema de la película de mi amigo?… Pues objetivamente me parece que poco. Michi, que así se llama él, es de origen austriaco, lee el poema en inglés, y el texto no tiene nada del tono atormentado de “Los heraldos negros”. Sin embargo, algo encerrado en la voz de Michi –que no se parece en absoluto a la de Jesús-, algo en su inflexión seria y profunda, contenidamente dramática, me trajo, como el sabor de la rechupeteada magdalena mojada en té, la evocación de aquella tarde de hace más de dos décadas.
Gracias, Michi. Esta vez me has hecho de heraldo blanco de la más querida memoria.
Y, ahora, por alusiones, «Los heraldos negros» de César Vallejo:
Hay golpes en la vida, tan fuertes…
!Yo no sé!
Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos,
la resaca de todo lo sufrido
se empozara en el alma…
!Yo no sé!
Son pocos; pero son.
Abren zanjas oscuras
en el rostro más fiero y en el lomo más fuerte.
Serán tal vez los potros de bárbaros Atilas;
o los heraldos negros que nos manda la muerte.
Son las caídas hondas de los Cristos del alma,
de alguna fe adorable que el Destino blasfema.
Esos golpes sangrientos son las crepitaciones
de algún pan que en la puerta del horno se nos quema.
Y el hombre…
!Pobre… pobre!
Vuelve los ojos, como
cuando por sobre el hombro nos llama una palmada;
vuelve los ojos locos, y todo lo vivido
se empoza, como charco de culpa, en la mirada.
Hay golpes en la vida, tan fuertes…
!Yo no sé!
http://www.youtube.com/watch?v=iPkLWL-DY_o
Como no, también por alusiones el poema de Ezra Pound, que lee Michi, y el enlace a su película en youtube:
i have tried to write paradise
do not move
let the wind speak
that is paradise.
http://www.dailymotion.com/video/xws5e7_spaziergang-in-wels_creation
https://marymer.wordpress.com/2015/10/18/las-dakinis-del-siglo-xx-2/
pues me alegro mucho de haber hecho de heraldo blanco !
gracias a ti por el texto !
un abrazo
michi
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