Soledad constante más allá del amor («El camino estrecho al norte profundo»)
Llevo casi toda mi vida de lectora proponiéndome escribir una reseña, por breve que sea, de cada uno de los libros que leo. Cuando comencé a trabajar en la edición y corrección de textos, también lo pensé, incluso más de una persona me lo sugirió. Pero nada.
Como lo de escribir un diario: nada.
Este blog es lo único que he sido y soy capaz de mantener porque lo he creado sabiendo de mi inconstancia y mis volubilidades: «la donna e mobile»…
Lo cierto es que a veces hay libros que dan para tanto que cuesta escribir sobre ellos. Es el caso de «El camino estrecho al norte profundo» de Richard Flanagan. Tenía tres borradores de reseña para publicar, y ninguno ha terminado de gustarme (ni este tampoco, pero ya está bien).
Por el contrario, hay libros que la dejan a una tan fría, que no dan ganas ni de nombrarlos. Sobre todo porque, con lo que a mí me cuesta escribir, me merece respeto quienes lo hacen, aunque no me gusten los resultados de su trabajo y, claro, me da no sé qué no hablar bien de ellos, con lo que suelo dejarlo pasar sin comentarios.
Sin embargo, hoy me voy a permitir dar mi opinión acerca de dos obras que, si no escribiese sobre ellas inmediatamente, pasarían a algún rincón transitorio de mi memoria, sin más. Se trata de las dos últimas novelas con las que he trabajado: «Primer verano en Piedras Verdes» de Enrique Gómez Medina y «El tiempo es el que es» de Anaïs Schaaff y Javier Pascual.
Digamos que ambas, desde mi punto de vista, aportan poco en la trama, en el tratamiento de los personajes y en la visión del mundo. Son producto de «lo que se lleva». argumentos de acción, semi fantásticos, con «poca chicha», donde ganan los buenos, que lo son, y mucho, de manera indiscutible.
También tienen en común ese gusto por colocar a los mismos personajes saltando del presente a otras épocas, y viceversa. En «Primer verano en Piedras Verdes» el salto temporal es a una época remota y fantástica, «medievaloide», con sus monstruitos y todo. Muy de lo que se lleva ahora.
En «El tiempo es el que es», una novela surgida de una serie de TV, «El ministerio del tiempo», los personajes pertenecen a épocas distintas de la historia y se pasean por ellas como superagentes buenísimos y eficacísimos, que siempre ganan y nos salvan a todos de los malos. Está pues en la moda de «lo histórico», pero sin mucho calentarse ni la cabeza, ni el corazón, ni los codos.
Frente a estas dos novelas, vuelvo a «El camino estrecho al norte profundo». A su manera, podría considerarse una novela histórica, pero con un tratamiento y una profundidad que nada tienen que ver con las anteriores, ni con las más comerciales de ese género. Yo diría que en este libro Richard Flanagan utiliza el pretexto de la guerra para hablar de problemas humanos y para reflejar un sentimiento hondamente pesimista y triste ante la transitoriedad. La desesperanza traspasa cada párrafo, hasta los más felices, y acaba calando al lector, como una lluvia lenta y persistente para la que no hay modo de protegerse.
Muerte y Amor son sin duda los temas que marcan toda la trama. El protagonista, Dorrigo Evans, es un oficial médico que vive y sufre el horror de un campo de prisioneros australianos en la Segunda Guerra Mundial. En «El camino estrecho al norte profundo» no se ahorra al lector la descripción de ningún horror ni físico ni mental. No se ahorra la vivencia de ninguna muerte ni de ninguna tortura, ni siquiera la de los propios torturadores, la de los «malos». La descripción detallada de las humillaciones, la degradación, la enfermedad es tan exaustiva que convierte esos episodios en algo tan palpable que muchas veces se hace casi insoportable la lectura.
Desde luego esta sí que no es una obra de héroes y villanos. En sus páginas todos los personajes tienen vida propia, miserias y perplejidades, miedos y arranques de valentía. Viven la degradación y la humillación todos. Y todos sienten y viven su muerte, y Flanagan nos lo cuenta dándoles a cada uno voz propia e individualidad. Llama la atención con qué sensibilidad se mete en la piel, en la mente,de cada personaje justo antes de su muerte, cuando la ven y la sienten llegar, y con qué destreza es capaz de hacernos sentir todas esas vidas distintas e iguales en la soledad ante la inevitabilidad del final de la existencia.
Así que «El camino estrecho al norte profundo» es también una novela de soledad. Ni el amor, ni la amistad, ni el deber, nada impide que todos los personajes estén solos y se sepan solos. La vida se muestra como un camino estrecho, como los que llaman en Asturias «sendas de persona». Solo se puede avanzar de uno en uno, a trechos con compañía delante, abriendo camino, a veces por detrás, cubriendo la retirada; pero solos, siempre solos, muchas veces por tramos tan estrechos que el camino ni llega a «senda de persona» y se queda en «paso de jabalí». Y ahí es donde uno se araña más la piel, donde más se desgarra la ropa, donde más consciente se hace cada uno de su soledad. Esta novela se centra en esos momentos de la vida, que para todos los personajes son la mayoría.
Por otra parte es admirable como Richard Fflanagan se mueve con agilidad entre la mentalidad occidental -cosa bastante fácil para un australiano- y la oriental. Es de destacar con qué acierto muestra la perplejidad de coreanos y japoneses ante la actitud de los prisioneros australianos. Los oficiales y soldados del ejército japonés los tratan como a esclavos, peor que a bestias. Y lo que no pueden comprender es cómo ellos mismos no se sienten así, no aceptan ese «justo» destino, después de haberse rendido. Porque para un militar japonés un prisionero, si además se ha rendido y se ha dejado capturar, es menos que nada. Así lo explica Ivan Morris en las primeras páginas de «La nobleza del fracaso». Los héroes japoneses lo son no por triunfar, sino por afrontar la derrota con honor, con la muerte. Para ellos convertirse en un «toriko», un prisionero, es caer en la mayor degradación personal y, además, familiar. Con la rendición del guerrero su linaje queda humillado y manchado por generaciones, que tienen que arrastrar esa vergüenza.
Ivan Morris también habla en su libro de la espada y el pincel en la historia de los guerreros japoneses, que siempre han ido juntos. Desde el primer héroe mítico, Yamato Takeru, hasta los jóvenes kamikazes de la Segunda Guerra Mundial, todos tenían a gala decir su poema final antes de morir. Muerte y poesía, amor y poesía, marcan también la trama de la novela, hasta el punto de que cada una de las cinco partes en que se divide están presididas por un haiku, e incluso el título lo recibe de una obra de Basho.
Oriente y occidente están presentes en «El camino estrecho al norte profundo», unidos por la tragedia de la vida, sobrepasados por el sufrimiento de la guerra, al mismo tiempo que comparten la sed de Amor. Al fin y al cabo, por encima de las razas y de las creencias, todos amamos y todos morimos.
Y, hablando de Amor (con mayúsculas), este empapa cada página del libro. El Amor en todas sus manifestaciones. Por ejemplo, fijándonos en Dorrigo, es casi doloroso ver cómo vive el amor, cómo lo manifiesta a su pesar, ya que el sufrimiento ha ido bloqueándole hasta dejarle incapaz de creer en sus propios sentimientos. El protagonista ama a sus compañeros, ama a su mujer, ama a sus hijos, ama a sus amantes y, sobre todo, ama a Amy. El amor de su vida, su motivo existencial, a la que él cree muerta porque su esposa le dio esa noticia falsa, en medio del infierno, cuando Dorrigo más necesitaba conocer la reconfortante verdad. Una única mentira marcó su vida y le sumió en la soledad más hermética.
En «El camino estrecho al norte profundo» no triunfa el Amor, no se impone a la transitoriedad y a los obstáculos. El Amor pierde la batalla ante el miedo y la inseguridad. La guerra mata a pesar del amor y la amistad, la enfermedad castiga a pesar del amor, el cansancio y el miedo bloquean las emociones y la gran historia de amor entre Dorrigo y Amy, al final, tampoco se realiza porque…
«… Él tenía su vida, y ella la suya; ni en sueños era posible una fusión de ambas. Y lo que no alcanzamos a soñar, nunca alcanzaremos a hacer».
Desde que leí hace unas semanas esta frase no he dejado de tenerla presente. En sentido contrario es lo mismo que decía mi madre: «Si quieres algo mucho, muchísimo, con todas tus fuerzas, lo consigues». Es decir, si eres capaz de soñarlo con intensidad, de creer en ello, el pensamiento se materializa.
Pero Dorrigo y Amy, a pesar de haber conservado su amor intacto en el corazón, no han podido creer en que se realizara. La vida, los años, la distancia y el sufrimiento no dejaron crecer su sueño, su historia. Tal y como sucede con la novela romántica que Dorrigo no puede terminar de leer en el campo de prisioneros, porque le faltan las últimas páginas…
«Pero no había nada más. Alguien había arrancado las últimas páginas y las había usado como papel higiénico o se las había fumado, así que no había esperanza, ni alegría, ni comprensión. No había última página. También el libro de su vida se había visto bruscamente truncado. No le quedaba más que el fango bajo los pies y el cielo inmundo sobre la cabeza. No habría paz ni esperanza. Y Dorrigo Evans comprendió que aquella historia de amor quedaría inacabada por toda la eternidad, como un mundo sin fin».
Pasada la guerra, pasados los años, Dorrigo y Amy se encuentran cruzando un puente, cada uno caminando en un sentido y ambos se reconocen y no se paran, ni se miran apenas. No han podido soñar con una vida juntos, con un reencuentro y se han perdido el uno al otro para siempre. En la estética japonesa lo verdaderamente bello no puede ser perfecto, acabado. Tal vez eso es entonces lo que hace más hermoso y excelso el Amor entre Amy y Dorrigo, su imperfección.
«Y entonces se volvió de nuevo y siguió caminando por caminar, sin rumbo ni propósito. La creía muerta, pero al fin lo entendía: era Amy la que había seguido viva y era él quien había muerto».
Amy llevaba, y seguirá llevando hasta el fin de sus días, el colgante de plata con una perla engastada que Dorrigo le regaló, sintiendo con ello en su piel casi la única prueba de que su amor fue real, que verdaderamente existió. Porque ella supo que él había sobrevivido y nunca pudo comprender por qué no vino a buscarla, tal y como había prometido. Insegura, desconcertada, siguió amándole a distancia, pensando que no debía interferir en la vida del hombre que amaba porque ya la habría olvidado.
Decía Zsa Zsa Gabor: «Nunca he odiado tanto a un hombre como para devolverle sus joyas». Amy amó tanto que nunca se separó de esa pequeña joya, como una gota luminosa de felicidad, que en un momento de entrega supuso a Dorrigo todo lo que tenía, antes de que la guerra y el peso de la vida aplastasen su sueño.
«… y al volver sobre sus pasos vio que, a un lado del sendero enfangado, en medio de la sobrecogedora oscuridad, había brotado una flor escarlata.
Se inclinó y alumbró con la lámpara aquel pequeño milagro. Allí se quedó, encorvado bajo la lluvia torrencial, durante mucho tiempo. Luego se incorporó y reanudó la marcha».
Sí. reanudó la marcha de la vida, pero sin olvidar nunca la Flor escarlata que lucía Amy el día en que se conocieron.
¡Qué cruel soy con los personajes de los libros!
No puedo dejar de pensar esto, tras releer este artículo. Qué bien le sienta el sufrimiento a la literatura y qué mal le sienta a una en la vida. Qué poca gracia tienen las novelas con final feliz y, sin embargo, qué tranquilizadoras son.
Pero, a veces, cuando la literatura refleja el triunfo del amor, más allá del tiempo y del espacio, el resultado es sublime… https://marymer.wordpress.com/2016/08/13/amor-y-poesia-mas-alla-de-la-muerte/
Espléndido comentario, que invita a leer esta obra. Yo me he decidido a hacerlo en su versión original en inglés, y es estremecedora. Para mi gusto, tal vez estén de más las digresiones sobre esos otros libros, o sobre la recientemente fallecida Zsa Zsa Gabor. Y quizá a los lectores del blog les interese saber que la obra de Basho que presta su título a la novela no es otra que la que en español de conoce como «Sendas de Oku», en la traducción de Octavio Paz, o «Senda hacia tierras hondas», en la de Antonio Cabezas. El título en japonés de la obra de Basho mejor sabrás tú explicarlo. Desde luego, lo de los jabalíes de Asturias queda muy simpático.
Otro aspecto curioso de la obra de Flanagan es el de los pintorescos nombres de los personajes, empezando por el de Alwyn (Dorrigo), que es por el que le llama su esposa.
Por cierto que Flanagan peleó mucho con esta novela, inspirada en las vivencias de su padre como prisionero de guerra. Cuando logró publicarla, al cabo de cinco borradores, su padre falleció al poco tiempo.
Una reseña magnífica, como todo el blog.
Enhorabuena.
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Muchísimas gracias por tu comentario. estoy completamente de acuerdo con lo que dices, incluído con lo que sobra. yo también lo creo así, pero me he servido de esas referencias para «arrancar», porque me ha costado mucho escribir esta reseña, aunque el resultado no me satisfaga demasiado. Lo que me alegra es que te haya decidido a leerla. Eso sí que es un logro. Estupendo lo de poder hacerlo en versión original, ya me gustaría a mí. como también me gustaría que mi paupérrimo conocimiento de cuatro palabras japonesas diera para comentar algo de Basho. No obstante, estoy decidida a que esto no se quede así (me refiero a mi conocimiento del nihongo). De lo que desde luego no puedo decir nada es de las resonancias de los nombres propios, porque no tengo ni idea, aunque sí he intuído que no están puestos porque sí. Tal vez podrías explicar algo de eso. Es un placer tenerte por aquí y contar con tus palabras que dan vida este blog. ¡gracias!
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Muchas gracias (que no se merecen) por tan cálida acogida. El título de la obra de Matsuo Basho, «Oku no Hosomichi» (1689) se tradujo literalmente al inglés como «Camino estrecho del interior», y en otras versiones como «Camino estrecho al Norte profundo», que es el que ha tomado Richard Flanagan para su sexta novela. Aunque no es el primer premio que ha recibido, la concesión del Man Booker en 2014, como sucede con casi todos los premios literarios, hizo subir las ventas del libro: de poco más de tres mil ejemplares, pasó en una semana a más de 50.000, lo que, junto con el importe del galardón, evitó que Flanagan se fuera a trabajar a las minas para ganarse la vida, tal y como él mismo ha recordado. Además, con esa convocatoria el premio se abrió a autores no sólo británicos, con tanta puntería que se lo dieron a este novelista de Tasmania, con la consiguiente irritación de ciertos puristas. Flanagan es un autor muy leído por el público de veintitantos países, y apreciado por la crítica, aunque esta novela ha resultado controvertida. Varios críticos han señalado que las dos líneas narrativas (la historia de amor y la de los prisioneros de guerra), por otra parte tan del gusto de los lectores anglosajones (y no sólo de ellos), están empastadas de forma artificial. Michiko Kakutani, la influyente crítica del diario «The New York Times» llegó a opinar que la historia de Amy sobraba totalmente. Otros críticos no menos serios han dicho, por el contrario, que lo esencial de la novela es la historia de amor, lastrada por las memorias del «ferrocarril de la muerte».
Lo cierto es que, según parece, Flanagan estuvo dándole vueltas durante doce años a los recuerdos de su padre como prisionero de guerra de los japoneses, hasta que se dio cuenta de que el padre, ya más que nonagenario, quizá no viera la novela publicada. Al sexto borrador, se la enseñó a su padre, que justo se murió la víspera del llamado «ANZAC Day» de 2013, la conmemoración de la intervención de las tropas australianas y neozelandesas en la batalla de Gallipoli, el 25 de abril de 1915. En realidad, más que en la figura de su padre, el personaje de Dorrigo Evans, se inspira en el coronel «Weary» Dunlop (apodado así por un juego de palabras con la publicidad de los neumáticos Dunlop). La novela de Flanagan es un relato muy documentado, como gustan de alardear tantos autores que apenas se documentan. Flanagan ha manejado las memorias de su padre, que este redactó con ayuda de su hijo Martin, tanto como las del coronel Dunlop. Visitó Tailandia (escenario del «ferrocarril de la muerte», el del famoso puente sobre el río Kwai), y estuvo más de un mes en Japón, empapándose de cultura nipona, para que luego no se diga que los australianos no tienen facilidad para asimilar la mentalidad «oriental», como apuntas en tu certera reseña.
En cuanto a los nombres de los personajes, más que de nombres «parlantes», se trata de un recurso para «arrancar» la novela (como en el caso de tu estupenda reseña), según ha declarado el propio Flanagan, aparte de que sean apodos y motes habituales en la tropa australiana y neozelandesa: Sheephead Morton, Chum Fagan, Yabby Burrows, Gallipoli von Kessler “Kes».
Dorrigo es, efectivamente, un nombre algo estrafalario. Como nos recuerda el autor del blog sobre onomástica «Waltzing more tan Mathilda», Dorrigo es un pueblecito de Nueva Gales del Sur, en Australia, topónimo derivado de la denominación aborigen del eucalipto. En cualquier caso, es un nombre muy sonoro, que llama la atención del lector, y aporta un elemento distintivo al personaje.
Historia de amor, memoria de guerra, mal empastada o bien trabada, los lectores dirán.
A mí me parece que el Amor de Amy y Dorrigo no es menos escalofriante que la horrorosa peripecia de los prisioneros de guerra.
En todo caso, la reseña de Marymer me parece, insisto, excelente.
¡Muchas gracias!
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Estupendo. Tus aportaciones son muy aclaradoras. Es evidente que discrepo de Michiko, porque me parece que, sin la dura experiencia del campo de prisioneros, la actitud de Dorrigo, su personalidad, quedaría desdibujada. Lo que me ha gustado de esta novela es que cada personaje tiene individualidad y vida propia, al tiempo que responde a una realidad común. Eso no suele ser fácil. Los autores eligen entre la historia y los personajes en muchas ocasiones, y me parece que Flanagan logra estar a todo y a todos. Ah, y lo de la senda de jabalí, por escrito quedará simpático, pero transitado…
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