Voy a hablar de la esperanza
Voy a hablar de la esperanza (de César Vallejo)
«Yo no sufro este dolor como César Vallejo. Yo no me duelo ahora como artista, como hombre ni como simple ser vivo siquiera. Yo no sufro este dolor como católico, como mahometano ni como ateo. Hoy sufro solamente. Si no me llamase César Vallejo, también sufriría este mismo dolor. Si no fuese artista, también lo sufriría. Si no fuese hombre ni ser vivo siquiera, también lo sufriría. Si no fuese católico, ateo ni mahometano, también lo sufriría. Hoy sufro desde más abajo. Hoy sufro solamente.
Me duelo ahora sin explicaciones. Mi dolor es tan hondo, que no tuvo ya causa ni carece de causa. ¿Qué sería su causa? ¿Dónde está aquello tan importante, que dejase de ser su causa? Nada es su causa; nada ha podido dejar de ser su causa. ¿A qué ha nacido este dolor, por sí mismo? Mi dolor es del viento del norte y del viento del sur, como esos huevos neutros que algunas aves raras ponen del viento. Si hubiera muerto mi novia, mi dolor sería igual. Si la vida fuese, en fin, de otro modo, mi dolor sería igual. Hoy sufro desde más arriba. Hoy sufro solamente.
Miro el dolor del hambriento y veo que su hambre anda tan lejos de mi sufrimiento, que de quedarme ayuno hasta morir, saldría siempre de mi tumba una brizna de yerba al menos. Lo mismo el enamorado. ¡Qué sangre la suya más engendrada, para la mía sin fuente ni consumo!
Yo creía hasta ahora que todas las cosas del universo eran, inevitablemente, padres o hijos. Pero he aquí que mi dolor de hoy no es padre ni es hijo. Le falta espalda para anochecer, tanto como le sobra pecho para amanecer y si lo pusiesen en la estancia oscura, no daría luz y si lo pusiesen en una estancia luminosa, no echaría sombra. Hoy sufro suceda lo que suceda. Hoy sufro solamente.»
Cuando leí este poema por primera vez, quedé abrumada por el peso del sufrimiento que trasmitía y, al mismo tiempo, me indignó esa apología del sufrir, ese dolerse por dolerse. Durante mucho tiempo para mí César Vallejo fue un autor «despreciable», no por la belleza o el valor literario de su obra, sino por ser el «heraldo negro» de un sufrimiento gratuito. Gracias al que fue mi director de tesis -obra inacabada-, Jesús Benítez, me reconcilié con alguno de sus cpoemas como «Los heraldos negros».
No obstante, cuando me planteé escribir acerca del sufrimiento y, sobre todo, de sus antídotos, lo primero que me vino a la cabeza fue este poema, «Voy a hablar de la esperanza». Es paradójico, o sencillamente irónico, que un poema tan decididamente sufrido y sufridor tenga este título. Creo que eso es lo que me llama más la atención, como si se tratase de un reclamo publicitario.
Pero, en fin, no se trata de analizar poemas ni de hacer cábalas acerca de las intenciones de César Vallejo que, por lo que sé, no debió de ser un ejemplo de positividad precisamente; sino de hablar de la esperanza de la cesación del sufrimiento. Porque, diga lo que diga Vallejo, y aún diciéndolo muy bien, el sufrimiento sí tiene causas, siempre tiene causas y, por tanto, si estas se eliminan se puede hacer desaparecer (y no digo yo que sea fácil, ¿eh?).
El Buda decía que «el dolor es inevitable, pero el sufrimiento es opcional». Es decir, todas sus enseñanzas rebaten punto por punto los versos de vallejo antes de que se escribiesen (y es que los cenizos existieron desde el principio de los tiempos y aquí siguen dando por saco). Pues eso, que Buda sí que podría haber titulado el compendio de sus discursos «Voy a hablar de la esperanza», con toda propiedad.
De todos modos no es menos cierto que para hablar de la esperanza de la liberación del sufrimiento, de un modo u otro, hay que hablar del dolor y del sufrimiento como su consecuencia, hay que comprenderlo y analizarlo para poder «desactivarlo» con el cuidado y la meticulosidad de un artificiero para que no te explote en la cara al darle vueltas; es decir, analizar el sufrimiento para desactivarlo está muy lejos de regodearse en él. Y, volviendo a las palabras del Buda y siguiendo con sus enseñanzas, podemos decir que en el budismo se habla de tres tipos de sufrimiento:
1. El sufrimiento del sufrimiento: Es el que más sencillamente entendemos como tal. El que viene provocado por el dolor, el miedo, la angustia, etc.
2. El sufrimiento del cambio: En este caso la clave está en la impermanencia de todos los fenómenos. Incluso lo más satisfactorio es transitorio y, por tanto, su satisfactoriedad es limitada, tanto por su variabilidad cómo por su inevitable. final. Todos hemos experimentado cómo un objeto o una situación, una vez obtenidos y disfrutados, pierden fuerza como fuente de satisfacción y, sin embargo, seguimos pensando que tal cosa nos llega de esos objetos o situaciones y no de nuestro estado mental con respecto a ellos.
3. El sufrimiento que lo impregna todo: Este tiene un carácter existencial y surge por los propios condicionantes y limitaciones de la existencia, y la única solución ante él es aceptar que dichos condicionantes forman parte de la naturaleza y asumirlos.
En fin, sin pararnos a desarrollar todo esto, sólo ya a simple vista nos damos cuenta de que es importante saber cuál es el sufrimiento que sentimos para poder desactivarlo. Yo diría que en el caso del primer tipo, «el sufrimiento del sufrimiento», también es importante valorar los «daños objetivos», por decirlo de algún modo. Es decir, no creo que sea lo mismo el dolor infligido a una persona torturada física y psicológicamente o que padece una grave e incapacitante enfermedad, que el de alguien que se ha sentido rechazado ocasionalmente o el de quien sufre la contrariedad que uno pueda sentir frente a una torcedura de tobillo. Sé que estos ejemplos pueden parecer traídos por los pelos, pero son circunstancias que están sucediendo ahora mismo. Dolerse demasiado de las contrariedades propias, además de ser una estúpida fuente de sufrimientos, es ofensivo con respecto al dolor que han de soportar otras personas que están viviendo daños mayores. Tenemos que ser capaces de mirar a los demás y a nosotros mismos con verdadera compasión y empatía, porque la mayoría de las veces nuestro sufrimiento es desproporcionado con respecto al dolor que sentimos. Lo que quiero decir con todo esto es que el mecanismo causa-efecto que desencadena el sufrimiento a partir del dolor no es igual de fácil de desmontar en unos casos que en otros y, aún así, siempre hay que intentarlo porque siempre se puede y se debe intentar sufrir menos.
Por otra parte y enlazando con la característica principal del segundo tipo de sufrimiento, es necesario considerar la transitoriedad de todos los fenómenos. Ese refrán castellano de «No hay mal que cien años dure» es totalmente cierto. No hay mal ni bien que dure siempre y la vida está llena de posibilidades: «no hay mal que por bien no venga». Además, es inteligente y propio de una buena higiene mental el ser consciente y disfrutar de todo lo bueno que tenemos y saber mirar alrededor con compasión y agradecimiento. Todos dependemos de todos y todos queremos ser felices y liberarnos del sufrimiento. Esto es un objetivo común que embarga a todos los seres sensibles y que en última instancia sólo se puede lograr en común. Cada ser es importante para ello pero, no lo olvidemos, ninguno somos imprescindibles. Todos, absolutamente todos dejaremos de existir en esta forma a la que tan apegados estamos, y la realidad seguirá en movimiento. Cuando uno se da cuenta de esto desde el corazón –o desde el higadillo-, cuando uno lo siente de verdad, no sólo lo piensa intelectualmente, la carga de responsabilidad se hace mucho más ligera. Sabemos que tenemos que actuar, que debemos pensar y hacer lo que consideremos más idóneo, pero, al mismo tiempo, somos conscientes de no ser el ombligo de nada ni de nadie, y tal cosa no puede traer más que paz y tranquilidad de espíritu. Y ¿no es eso una verdadera fuente de felicidad?
Centrándonos ahora en «el sufrimiento del cambio», si nos fijamos atentamente nos daremos cuenta de que en muchísimas ocasiones sufrimos porque nos empeñamos en que las cosas que nos gustan sean permanentes e inmutables y en que son satisfactorias por si mismas. Esto, a poco que uno se fije, se da cuenta de que es falso, falsísimo. Nada permanece siempre ni del mismo modo, la realidad no es así y, si cada vez que perdemos a alguien o algo nos dolemos de ello como si fuera una tragedia evitable, nos confundimos y sufriremos siempre. El dolor de la pérdida de un ser querido es enorme, pero si se comprende como algo natural y consustancial a la existencia, si no se siente como un agravio del destino o de la providencia, el dolor es sólo dolor que, sin ser poca cosa, se puede aceptar con serenidad.
Otra característica de los fenómenos que nos hace sufrir es que ellos mismos, el objeto en sí, no es ni satisfactorio ni lo deja de ser. Cuántas veces hemos soñado con tener tal cosa o tal situación y, cuando la hemos alcanzado, bien no nos ha dado la satisfacción que nuestra mente había proyectado, bien sí parece habérnosla dado pero, pasado un tiempo, la costumbre ha hecho que aquello ya no nos parezca para tanto. Es decir, la satisfacción en sí no está en el objeto sino en el sujeto que la tiene. Entonces, ¿no es más sano no dejarse llevar por estos castillos de humo de colores que construye la mente?
Una circunstancia también bastante frecuente es la de sufrir por «falsas pérdidas». Cuando contamos con algo y disfrutamos de ello pensamos que es «nuestro» para siempre y perderlo nos resulta intolerable. Pero algo parecido también nos pasa cuando esperamos obtener algo y no lo logramos. Nuestra mente ya se a proyectado al futuro, ya ha creado una felicidad de fuegos artificiales y ya consideramos que aquello que será nuestro nos hará felices. Por ejemplo, podemos pensar que viajando a la India seremos más espirituales y más realizados y, si teníamos una estancia proyectada y no podemos ir, se nos echa el mundo encima. Sin embargo, tal vez, precisamente enfrentarse con inteligencia y sabiduría a esa «pérdida» puede ser una verdadera fuente de desarrollo espiritual, más aún que ir a ver a un maestro afamado. Si nos paramos a pensar, en casos como este la pérdida no es tal, en puridad, si aún cuando disfrutamos de algo no “lo tenemos”, ¿cómo vamos a considerar que perdemos algo que nunca hemos logrado ni disfrutado? Y, más aún, si todavía no hemos experimentado jamás sus beneficios, cómo podemos sentir que nos estamos perdiendo algo extraordinario. Es nuestra mente y sólo ella quien nos juega esa mala pasada, quien nos desenfoca y distorsiona la imagen de la realidad hasta hacernos creer lo que ni ha sido ni es.
Hace poco leí que Einrich von Stein decía que «Hay que tener aspiraciones elevadas, expectativas moderadas y necesidades pequeñas»; lo que está bastante en consonancia con «el que quiera en esta vida todas las cosas a su gusto, tendrá muchos disgustos en su vida» de nuestro Francisco de Quevedo. Las aspiraciones y la ambición inteligente pasan por conocer las limitaciones propias y de las circunstancias, lo demás es “ignorancia basíca” (que nada tiene que ver con el nivel académico, por supuesto) y, por tanto, fuente de sufrimiento.
Como conclusión remarcaría que hablar de la “Esperanza” es hablar de la sencillez y de la humildad. El mirar alrededor con amor y atención y mirarse a uno mismo con desenfado, no tomándose a sí mismo demasiado en serio, es mucho más relajado y es fuente de felicidad propia y ajena. Hay que administrar las ocasiones de permitirse el sufrimiento propio con auténtica tacañería porque, como decía más arriba, a veces es una ofensa sufrir por lo que se sufre y, sobre todo, una soberana tontería y un desperdicio existencial. Si uno no hace lumbre con billetes de 50 euros, menos debería hacerlo con los instantes irrepetibles de una vida preciosa.
Así que, Vallejo, escribir, escribías muy bien pero decías tonterías como puños y contaminantes como pesticidas. No obstante, gracias por seguir inspirándome y por el precioso título de tu poema.
Mercedes; GRACIAS por tus escritos!!! de Rosana de Argentina
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Muchísimas gracias. Es un honor y un placer que lo leas y que te haya gustado
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interesante entrada
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Muchas gracias
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Interesante análisis, pero el titulo le hace justicia al contenido. Escribimos desde nuestra óptica, desde nuestro entendimiento y percepción del mundo. Asi como cada lector recepciona nuestras palabras a través de toda una vida de experiencias y entendimiento.
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¡Muchas gracias por leerlo y por tu comentario!
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