Un grillo en Chamberí
https://www.youtube.com/watch?v=eFHdRkeEnpM
Las ciudades, en ocasiones, tienen detalles conmovedores que, de pronto, las devuelven a otro tiempo y a su espacio original. Vivo en Madrid, en un distrito urbano y castizo, Chamberí, al parecer, uno de los que menos zonas verdes tiene. No me quejo de ello. Me gusta el barrio tal cual es y me gusta vivir en la ciudad, en plena ciudad.
Como decía, Chamberí no tiene grandes parques, pero sí calles con muchos árboles, y la mía es una de ellas. Frente a mi pequeño balcón, cuyas ventanas aún son de cuarterones de madera, se alza un enorme árbol de hoja caduca, que casi supera el tercer piso, en el que yo vivo.
En verano muchas noches salgo a tomar un rato el fresco ahí. En ese balcón está instalado el aparato del aire acondicionado y, como no deja mucho espacio libre, me siento encima, sobre una jarapa que confeccioné precisamente para ello, y me enrosco allí, a impregnarme de las sensaciones que me llegan de la vida de la ciudad, de la energía vibrante que me rodea y me traspasa.
En ese balcón, rodeado de banderines tibetanos de oración, con sus colores y sus mantras ondeando, enroscada sobre mi misma como una serpiente, sueño, medito y experimento a veces la realidad, «mi» realidad, con una claridad despierta y lúcida, que no recuerdo haber sentido nunca cuando me siento a propósito a «meditar».
Y es que uno no «medita» exactamente cuando «hace algo» para ello, cuando se pone a aplicar técnicas milenarias valiosísimas. NO: esos momentos de auténtica meditación, sin mediar técnica alguna, aunque seguramente resultado de haberse familiarizado con aquellas prácticas y con ello haber sensibilizado la percepción, son una experiencia de comprensión y de apertura mental, que parece estar ajena a «lo idóneo» de las condiciones externas. Precisamente, el balcón del que hablo flota sobre una calle repleta de todo tipo de vehículos con motor, viandantes ruidosos, perros cabreados, etc. Sin embargo, en medio de todo eso y detrás de todo eso, dando soporte a todo eso hay un silencio vibrante en movimiento, como una corriente que permite que todo suceda y se manifieste así, irrepetible e insustituible, ni mejor ni peor; en la que no sólo estoy sumida sino que más bien «soy» ese mismo momento.
Esto es tan difícil de explicar, que sólo habiendo experimentado algo parecido, puede llegar a identificarse.
… Y en medio de ese océano de sensación y de vida, suavemente, empiezo a percibir por debajo el sonido de un grillo nocturno, que parece tan fuera de lugar, tan perdido entre los autobuses y las motos, que lo primero que se piensa es que «cómo habrá llegado ahí», cómo vivirá un bichito así en una calle populosa de Madrid, tan lejos de su medio natural. Pienso en cómo se sentirá, cómo percibirá ese loco mundo que nos envuelve a los dos.
Y entonces me voy dando cuenta de que ese es su sitio, nuestro sitio, tanto y tan poco como otro cualquiera. Y me empiezo a dar cuenta también de que el ruido de los coches, pasando ininterrumpidamente, se asemeja a olas rugientes que van y vienen, que rompen y se refrenan. Tenemos la idea de que hay ruidos «malos» y ruidos «buenos», ruidos artificiales que nos perturban necesariamente y ruidos naturales que, aún siendo tan fuertes o más que aquellos, nos hacen sentir bien. ¿Por qué? Son sonidos, todos son sonidos, en cualquier caso, irrepetibles en un instante de eternidad. Y hasta los que nos son más aborrecibles lo son, no volveremos a vivirlos jamás…
… Desde ahí me voy deslizando por el tobogán de los recuerdos, hacia las ensoñaciones, y me desenrosco con cuidado y salgo de ese rincón flotante, para meterme en mi alcoba y vivir otra realidad insospechada.
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